Dilema de internas
Es comprensible que el tema de las internas de junio no esté instalado todavía como prioridad pública. El sector más politizado de la sociedad ya lo vive al rojo vivo, pero no hay que olvidar que históricamente la votación en estos comicios nunca alcanza al 45 o 50% del total de ciudadanos habilitados. Incluso en los últimos períodos electorales viene bajando significativamente de ese modesto techo.
El esfuerzo de los precandidatos es grande pero el entusiasmo de la gente no lo compensa. En general se interpreta que la interna es una elección más de aparatos partidarios que de participación masiva; por eso es común ver candidatos blancos y colorados que reaniman en sus campañas a las divisas históricas y su tradición identitaria, del mismo modo que los frenteamplistas tienden a radicalizar su discurso anticapitalista. Eso hasta la interna. Porque al día siguiente saben que deben convencer al elector menos politizado, entonces los primeros apelan a discursos generalistas, y los segundos se apuran por designar a un futuro ministro de Economía digno de la aprobación del establishment.
Pero esta interpretación de la realidad preinternas ha tenido excepciones notorias. En 1989, aun antes de la reforma constitucional que consagró el procedimiento, el Batllismo definió a su candidato por una elección de ese tipo y Enrique Tarigo, contando a su favor con todo el aparato partidario, cayó ante Jorge Batlle, el desafiante que lo bypaseó y apeló directamente a los ciudadanos de a pie. Algo similar ocurrió cuando Ernesto Talvi se impuso sobre Sanguinetti.
El carisma de los candidatos, su mejor llegada a la gente común, ha derrotado en más de una oportunidad al aparato partidario que se mueve orgánicamente para concretar triunfos supuestamente garantizados. Y no es el nivel de inversión económica de las campañas lo que mueve la aguja: allí están para demostrarlo, experiencias como las de Juan Sartori y Edgardo Novick.
La llave del éxito está en otro lado, más elusivo: una a veces inesperada identificación entre la personalidad del candidato y las demandas mayoritarias del electorado. Quien no tiene interés en política no irá a las urnas en junio, salvo que encuentre a la persona que lo entusiasme a hacerlo. Quien simpatiza por la coalición, querrá darle un empujón al candidato que más le agrade, independientemente de su filiación partidaria específica.
El lento pero inexorable tránsito de nuestro país hacia un nuevo bipartidismo conduce a una lógica de reafirmación de bloques y rechazo a pescar en la pecera del adversario. Me resultó curioso un spot de lanzamiento de Fernando Amado que el FA parece usar como cabecera de puente para atraer votos batllistas. Acusa a los colorados de haberse “lacallizado” como si el espectador no se diera cuenta de que, en verdad, fue Amado quien se “cossificó”.
No creo que tenga éxito la aspiración coalicionista de captar adhesiones frentistas, ni a la inversa. El voto que habrá que ganar a partir del 30 de junio es específicamente el de los no politizados, que por otra parte es mucho más amplio que el exiguo 10% que se define como indeciso en las encuestas. Son ciudadanos cuya preferencia se ha movido entre uno y otro bloque, más por simpatía a candidatos de carne y hueso que por fidelidad ideológica. En esta interna, trabajará mejor quien empiece desde ahora a persuadir a ese votante volátil, cuya preocupación por la política es inversamente proporcional a su incidencia en la elección del próximo presidente.
El voto que habrá que ganar a partir del 30 de junio es específicamente el de los no politizados.