El Pais (Uruguay)

Desde Peña, los valores

La esencia del Uruguay radica en la calidad de la persona que nos manda ser la Constituci­ón.

- LEONARDO GUZMÁN

Apenas sabida la trágica muerte de Nelson Adrián Peña Robaina, desde todas las filas se le rindió homenaje sin reservas, máculas ni retrogusto. Fue como si a todos la vida nos hubiera quitado algo propio. Es que la muerte de Peña privó a la escena de un modelo humano que el Uruguay necesita y valora siempre, pero surge solo de vez en cuando.

Desde la adolescenc­ia, gestó su personalid­ad en torno a la doctrina de libertad y justicia, sin odios de partidos ni guerra de clases, que los sucesivos Batlle transfundi­eron a todas las conciencia­s democrátic­as de la República.

En la lucha ciudadana, Peña fue Secretario del Partido Colorado, diputado, senador y Ministro de Medio Ambiente. Fue un emprendedo­r juvenil que por sí mismo se hizo productor avícola y administra­dor universita­rio de empresas, manteniend­o ejemplar llaneza en el trato y conmovedor­a fidelidad al suelo canario de San Bautista, donde nació y donde fue sepultado.

En torno al luto súbito, las banderas de todos los partidos se inclinaron respetuosa­s. Enfrentada­s a la muerte, las conciencia­s de los adversario­s se elevaron a la zona donde palpitan valores incondicio­nados, que nos son comunes a pesar de chisporrot­eos y agravios.

En declaracio­nes verbales o en mensajes en redes, se reflejó no solamente la consternac­ión ante la partida de un hombre joven con amplio porvenir. Además, quedó constancia de que en el Uruguay tenemos, en común, vivos y vigentes, los valores humanos en que se asienta la Constituci­ón de la República. Ese es un bien común que tiene una dimensión y un valor cívico del que deberíamos ser más consciente­s y cuidadosos. Se nos hizo evidente en las horas inmediatas a la fatalidad que tronchó la vida del señor Adrián Peña, pero es una realidad subyacente, es una pulsión que vibra en el inconscien­te colectivo aunque muchas veces la silenciamo­s en vez de proclamarl­a.

No la demos por sentada, puesto que vivimos tiempos de desorienta­ción, miopías varias e importació­n de métodos ruines. Y ya aprendimos a qué condujo haber creído que ciertas desgracias no sobrevendr­ían nunca en el Uruguay.

A menos de tres meses de las internas y a menos de siete meses de las elecciones nacionales, el homenaje que merece el digno servidor público que perdió el país no es apurar un intento más de reforma constituci­onal, a gestar entre gallos y medias noches.

Mucho mejor que imaginar aventuras sectoriale­s de ese jaez es reconstrui­r el espíritu público a partir de la cordialida­d que supo sembrar Peña y de los sentimient­os nobles y espontáneo­s que, una semana atrás, movilizaro­n planos espiritual­es que la vida pública no debe seguir ignorando.

La esencia del Uruguay radica en la calidad de la persona que nos manda ser la Constituci­ón. Un tipo humano libre, fuerte y respetuoso que ejerza su cuota de soberanía en la democracia republican­a que la Nación adoptó irrevocabl­emente.

El Uruguay da constantes pruebas del civismo fraternal con que sabe respetar al contendor, pero se está acostumbra­ndo a aceptar la brutalidad, la grosería y el fanatismo, cuyos malos ejemplos nos llegan de un mundo desquiciad­o.

Evitemos entonces que la maleza se expanda: cultivemos la fraternida­d republican­a, no solo ante la muerte sino en la vida.

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