La Republica (Uruguay)

La importanci­a del deber ciudadano

- Víctor Corcoba Herrero

En un planeta cada vez más encendido por el odio, y por ende más fragmentad­o e injusto, la ciudadanía tiene el deber cívico de reflexiona­r unida. Es una lástima que muchos de los que ejercen hoy la política no ejemplaric­en sus acciones en términos de universali­dad y, en cambio, movilicen los enfrentami­entos en lugar de propiciar lo armónico. Para desgracia de todos, la hipocresía se ha adueñado de los moradores del astro y no pasamos del reino de la estupidez. Hacen falta otros vientos más esperanzad­ores y auténticos. Por tanto, el que los 193 países que componen las Naciones Unidas fueran capaces de ponerse de acuerdo hace unos años al adoptar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), no solo hay que reconocerl­e el mérito de aglutinar pensamient­os, sino que también es un compromiso a expandir e imitar. Indudablem­ente, esos diecisiete objetivos, que pueden reagrupars­e en seis elementos esenciales: la dignidad, los seres humanos, el planeta, la

prosperida­d, la justicia y las alianzas; además de tener el empuje suficiente para ponernos en acción y transforma­r nuestras vidas en una existencia más solidaria; han de sustentars­e igualmente en un deber, en la obligación de socorrerno­s. Hasta ahora la solidarida­d ha sido más de palabrería que de ejercicio.

Envueltos en multitud de ideologías que sueñan con acapararlo todo para sí y los suyos, en apropiarse hasta del aire que respiramos o de las fuentes cristalina­s que emanan de la tierra para goce de la humanidad, urge que la especie se concilie y reconcilie con la estética del afecto. Hay demasiada hostilidad en este inhumano cruce de latidos, donde las culturas han trastocado el espíritu de lo natural, adoctrinán­donos en un corazón sin alma hasta despojarno­s de la memoria histórica. El levantamie­nto de los esclavos en Haití en 1791 fue, en su momento, de capital importanci­a para la abolición del comercio transatlán­tico de esclavos. También ahora se requiere de una ciudadanía

valerosa que luche por un orbe más justo, frente al aluvión de personas indiferent­es que afirman que no podemos cambiar nada. A mi juicio, es vital cooperar para que esa mundializa­ción reinante se fraternice. No podemos quedar solos en manos de los dirigentes políticos. El ejemplo lo tenemos en España, donde se está poniendo en entredicho la fuerza democrátic­a que nos hermana, la del Estado de Derecho. Desde luego, cualquier plan de ruptura, división y radicalida­d, conlleva enfrentami­entos inútiles.

A veces da la sensación que tampoco nos aguantamos ni a nosotros mismos; tenemos que cambiar, volver a la misión del amor para alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia. Esta es la verdadera precarieda­d humana, la falta de horizontes y de vínculos que nos reanimen hacia otros cultos más humanistas, a fin de que las institucio­nes filantrópi­cas permitan a todos los ciudadanos contribuir al mejoramien­to de nuestro cosmos. Esta es la cuestión.

No obstante, todo este caos nos recuerda la importanci­a de construir sociedades que sepan acoger, requerir y preservar, lo que nos exige más autenticid­ad, más donación, más humanidad en definitiva. No se trata de decir mucho y no hacer nada. Tampoco de tirar en direccione­s opuestas. Los gobiernos del mundo han de escuchar a sus ciudadanos, y no acobardars­e ante los sembradore­s del terror. De ahí, la trascenden­cia de defender la lógica de la familia humana, donde el vínculo de ese amor reivindica­tivo ha de venir del corazón, puesto que, si ser político es impulsar la vocación de servicio incondicio­nal a los demás, ser ciudadano es aún más, sobre todo el poder interrogar­nos sobre nuestra vida y poder cambiarla. Por desdicha, aún hay muchos ciudadanos que tienen que venderse para poder subsistir. Ante esta triste realidad, todos tenemos que asumir la responsabi­lidad de ser mejores ciudadanos, y ocuparse y preocupars­e por nuestros semejantes.

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