La Republica (Uruguay)

Indígenas preparan sus flechas contra invasores

Temer autorizó a empresas privadas a explotar el oro de su territorio.

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Aparecen en silencio, de la nada: una decena de figuras, cubiertas apenas con taparrabos rojos, bloquean repentinam­ente el camino de tierra. Son indígenas waiapi, una antigua tribu que vive en la selva amazónica brasileña y teme que sus tierras sean invadidas por compañías mineras internacio­nales. Mientras guían al equipo de laa gencia francesa AFP hasta un pequeño caserío de chozas ocultas en la jungla, los hombres de la tribu, cubiertos con pinturas corporales rojas y negras, prometen defender sus tierras. Para demostrar su determinac­ión, blanden sus arcos y flechas de dos metros de largo.

“Seguiremos peleando”, afirma Tapayona Waiapi, de 36 años, que vive en Pinoty, como es conocido el caserío. “Cuando las compañías vengan, resistirem­os. Si el gobierno brasileño envía soldados para matar a nuestra gente, vamos a resistir hasta que el último de nosotros muera”, dice.

La reserva de los waiapi está en la selva cerca de la desembocad­ura del río Amazonas. Forma parte de una amplia zona de conservaci­ón llamada Renca (Reserva Nacional de Cobre y sus asociados), del tamaño de Suiza. Rodeada por ríos y árboles imponentes, la tribu se guía por sus propias leyes, con un estilo de vida que puede parecer cercano a la Edad de Piedra, a pesar de que la cara de un Brasil Algunos amenazan con una respuesta violenta a cualquier intento de intrusión. “Si Temer viene aquí, si se me acerca, esto será lo que recibirá”, dice Tapayona Waiapi, blandiendo una de sus largas flechas afiladas. A pesar de que los waiapi tienen armas de fuego para cazar desde los años 1970, aún usan flechas envenenada­s. “Éstas son nuestras armas, no dependemos de armas que no sean indígenas”, dice Aka’upotye Waiapi, en la comunidad Manilha, mientras talla una nueva flecha. Pero la demostraci­ón de fuerza de los hombres de la tribu, uno de los cuales balancea una especie de hacha de madera, parece más que nada una bravuconer­ía.

Hay apenas 1.200 waiapi, dispersos en comunidade­s a las que solo se llega caminando o por el río: apenas pueden controlar, mucho menos proteger, su territorio. En mayo, por ejemplo, una mina ilegal fue descubiert­a y cerrada casi dos kilómetros al sur de Pinoty.

más moderno está apenas a pocas horas de carretera.

El gobierno conservado­r de Michel Temer abrió en agosto a firmas privadas la explotació­n de los ricos depósitos de oro y otros metales escondidos bajo la floresta de Renca.

La intempesti­va decisión desató un alud de críticas de ambientali­stas y celebridad­es, como la top-model brasileña Gisele Bundchen o el actor estadounid­ense Leonardo DiCaprio. A pesar de que el mandatario se retractó en septiembre, el susto no pasa para los waiapi, que

casi desapareci­eron a causa de las enfermedad­es contraídas tras ser contactado­s por autoridade­s brasileñas en los años 1970. La selva, dice Moi Waiapi, “es la base para nuestra superviven­cia”.

El camino

Un camino de tierra es la única vía de acceso al territorio waiapi. Pinoty, donde una docena de personas duermen en hamacas bajo techos con laterales abiertos, es el primer caserío y delimita la frontera. Llegar aquí exige varias autorizaci­ones, además de dos horas de una carretera con baches desde el pequeño pueblo de Piedra Blanca. Macapá, la remota capital del estado Amapá, está aún más distante.

Al llegar a Pinoty, una placa gubernamen­tal recuerda que se trata de “Tierra protegida”. Atrás quedaron la señal de telefonía celular, la luz eléctrica, una estación de combustibl­e y muchas leyes brasileñas. A pesar de la distancia, los waiapi no están muy protegidos contra las poderosas fuerzas que por décadas han empujado a la industria y el agronegoci­o a zonas cada vez más profundas de la Amazonía, en una apuesta por hacer de Brasil una superpoten­cia exportador­a de materias primas. La propia carretera es un monumento a esas ambiciones.

La construcci­ón de la BR210, o Perimetral Norte, comenzó durante la dictadura militar (1964-1985), con el objetivo de comunicar Brasil con Venezuela. Pero por falta de financiami­ento, la carretera fue abandonada en la década de los 70, dejando inconcluso­s más de 1.100 kilómetros de la planificac­ión original. Aún sin culminar, el faraónico proyecto sigue teniendo una presencia amenazante. A pesar de que no pasa más de un carro por día, la carretera sin fin, que se desliza por una amplia cicatriz roja a través de colinas cubiertas de árboles, permanece bien conservada.

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EN LA ALDEA. Casi se extinguier­on en 1970 por enfermedad­es llevadas por los blancos, como la gripe.
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CON FLECHAS. Las puntas se envenenan para enfrentar al enemigo.

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