Obsoleto darwinismo económico y social
En el marco de la celebración del Día de la Industria, el presidente de la Cámara de Industrias del Uruguay, Washington Corrallo, elevó los decibeles del discurso empresarial, reclamando, nuevamente, la flexibilización de las normas laborales como condición para el crecimiento del empleo.
Sus reflexiones, que conjugan los postulados de la ideología conservadora, apuntan a un claro retroceso en los sustantivos avances registrados en los últimos trece años.
Durante su alocución, el industrial abogó por una urgente reforma educativa, que esté en sintonía con los desafíos que plantea “el país productivo que todos tenemos en mente”.
Corallo parece ignorar que, en la última década, la Universidad del Trabajo del Uruguay operó radicales transformaciones en su variada y enriquecida oferta educativa, con la incorporación de nuevas carreras y el desarrollo de la educación de nivel terciario.
Esos cambios han transformado la UTU en insoslayable referencia en materia educativa, que, en algunas especialidades, compite con la propia Universidad de la República.
No en vano la Administración Nacional de Educación Pública ha rubricado convenios bilaterales de cooperación con dicha institución de estudios superiores, a los efectos de avanzar en la implementación de propuestas novedosas.
En todos los casos, las nuevas opciones apuntan a una formación profesional de alta calificación, atendiendo a las demandas de un universo laboral cada vez más diversificado y competitivo.
Corrallo debería explicar cuál es el “país productivo que todos tenemos en mente”, en tanto se dirigió a un auditorio de industriales con idénticos objetivos y no a la sociedad.
Evidentemente, su modelo de “país productivo” está caracterizado por la flexibilidad laboral y el recorte de los derechos de los trabajadores, acorde a la filosofía de acumulación reivindicada por el gran capital.
Otro aspecto no menos trascendente es si la reforma educativa debería estar únicamente al servicio de las demandas del mercado como reclama el empresariado, o bien apuntar al desarrollo humano integral, en sintonía con nuestras mejores tradiciones y con el acendrado paradigma del legado vareliano.
En todo caso, Corrallo debería opinar de lo que sabe y dejar que de los temas educativos se ocupen los entendidos en una materia tan compleja, quienes conocen los procesos y las peculiaridades de la gestión.
En otro pasaje de su mensaje, el industrial afirmó que “hay que trabajar para recuperar la competitividad perdida de la forma más eficiente posible. Es sustancial mejorar la legislación laboral vigente, que es muchas veces obsoleta”.
Parece insólito que el vocero afirme que la actual legislación laboral es obsoleta, en tanto esta ha sido reiteradamente elogiada por las agencias internacionales. No en vano el Director General de la Organización Internacional del Trabajo, Guy Ryder, resaltó los aportes realizados en los últimos años por Uruguay a los derechos de los trabajadores y las condiciones de estabilidad política y económica del país.
Asimismo, recordó que Uruguay fue el primer país en adherir al convenio sobre los derechos laborales de los trabajadores domésticos, que fueron garantizados por la ley 18.065, la cual regula la actividad en el sector por primera vez en la historia.
Aparentemente, para Corrallo, la normativa en mate- ria de negociación colectiva es demodé, incluyendo, naturalmente, a los Consejos de Salarios y la ley de Fuero Sindical, entre otros tantos derechos que han beneficiado a miles de trabajadores.
Aunque no lo admita explícitamente, la utopía de Corrallo y de la oligarquía uruguaya sería una legislación laxa similar a la aprobada en Brasil, que barrió literalmente con todas los avances registrados durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores e hizo retroceder al país a tiempos pretéritos.
Obsoletos son quienes insisten en sostener un paradigma de explotación propio del peor darwinismo económico y social, acuñado por un credo neoliberal en vías de extinción.
Antes de criticar las reformas concretadas por los gobiernos progresistas en articulación con el movimiento social, esta rancia burguesía debería ensayar una profunda autocrítica.
Más allá de eventuales controversias, el éxito de la reforma laboral uruguaya está avalado por contundentes evidencias empíricas. En efecto, con este marco normativo, los salarios crecieron un 55% en términos reales en los últimos trece años y todos los sectores de actividad, incluyendo a los siempre denigrados peones rurales y a las empleadas domésticas, cuentan con salario mínimo, limitación de jornada de trabajo y cobertura de seguridad social.
Ciertamente, no es necesario que Corrallo abunde en explicaciones. Todas esas medidas fueron aceptadas a regañadientes por el sector emplea- dor, acostumbrado, en muchos casos, al abuso patronal, particularmente con los trabajadores más vulnerables y menos calificados.
Por supuesto, el Presidente de la Cámara de Industrias reiteró el burdo pretexto de atribuir la pérdida de fuentes de trabajo a los problemas de competitividad del sector.
Si bien en parte este argumento es válido, no menos cierto también es que la competitividad no depende únicamente de la ecuación de costos internos y externos.
Al respecto, uno de los aspectos fundamentales es la productividad, que no es mensurable en un esquema de relaciones laborales en el cual los trabajadores son meros espectadores sin ninguna participación.
Tal vez habría que crear un sistema cogestionado como sucede desde hace décadas en los países nórdicos, que transparente todo lo relativo a la actividad y la rentabilidad de las empresas. Empero, una medida de esta naturaleza, que no tiene nada de revolucionaria, difícilmente sea avalada por las cámaras que aglutinan a los propietarios de los medios de producción.
Su referencia a la pérdida de empleos y de capital merece también una profunda reflexión, en tanto hay empresas fundidas pero casi nunca empresarios fundidos, porque la lógica del capitalismo es la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas.
Obviamente, el empresario volvió a quejarse –cuándo nopor los costos y por la política fiscal del gobierno, que, paradójicamente, castiga bastante más a los trabajadores que al capital.
La oligarquía vernácula aspira a recrear el “paraíso” capitalista de los tiempos de auge del neoliberalismo, con gobiernos de derecha obsecuentes y alineados con el modelo concentrador.
El desafío es abortar la tentación restauracionista del oscurantista statu quo económico y social de la década del noventa, que parió la devastadora crisis de 2002.