Un proceso judicial cuasi kafkiano
El pedido de procesamiento del ex vicepresidente de la República Raúl Sendic y de otros ocho ex jerarcas de Ancap por parte del fiscal de Crimen Organizado Luis Pacheco, bajo la acusación de presunto “abuso de funciones”, dispara nuevas reflexiones sobre algunos componentes cuasi kafkianos de nuestra arquitectura normativa.
Más allá del respeto que merecen la independencia y la autonomía del Poder Judicial en un sistema democrático, si se abusa de esa herramienta punitiva todos los ciudadanos con responsabilidades jerárquicas en el Estado estarían en una suerte de libertad condicional.
Lo insólito es que se siga aplicado el artículo 162 de Código Penal, que como lo afirmaron numerosos especialistas, es una especie de “cajón de turco”que penaliza conductas que no se hallan específicamente previstas.
Esta cuestionada figura penal abre un amplio abanico de interpretaciones subjetivas y bibliotecas jurídicas, cuando el derecho debería ser concreto y transparente para poder otorgar garantías a la sociedad.
Aunque como lo prescribe la Constitución de la República nadie puede ser castigado por un acto que la ley no prohíbe expresamente, la figura de “abuso de funciones” -que es inconstitucional y contra-natura en materia jurídica- sigue siendo utilizada discrecionalmente por los magistrados.
Al amparo de este artículo realmente aberrante -que es un desiderátum en materia de subjetividad y cuya aplicación constituye sin dudas un abuso de funciones del propio Poder Judicialhan sido procesados ex gobernantes de todos los partidos políticos.
Como se recordará, en 2014 el destacado abogado penalista Edgardo Carvalho reflexionó con acento crítico con respecto al mentado delito de abuso de funciones, a raíz de los insólitos procesamientos del ex ministro de Economía y Finanzas, Fernando Lorenzo, y del ex presidente del directorio del Banco República, Fernando Caloia.
Al respecto, el profesional declaró al programa radial “En perspectiva”, que “el margen de libre apreciación en el administrador público es una necesidad de funcionamiento del Estado”. En ese contexto, consideró “imperioso modificar” la norma que tipifica el delito de abuso de funciones, “para que la comprobación de los comportamientos delictivos sea todavía más rigurosa pero dejando a salvo el ejercicio del poder discrecional, sin el cual el administrador está paralizado”.
Basta leer el voluminoso escrito que contiene el pedido de procesamiento de la fiscalía, para comprobar -en forma absolutamente incuestionableque la subjetividad ha reemplazado a la objetividad que debe tener todo proceso judicial que contemple elementales principios de imparcialidad.
Por más que la aplicación de este artículo burdamente extrapolado con errores de interpretación del derecho italiano de la época del fascismo es aun legal, es claramente inconveniente tanto para el acusador cuanto para el acusado.
Su propia redacción horada, agravia y pone en tela de juicio los derechos del eventual o los eventuales imputados, por la propia indeterminación de la materia juzgada.
Al respecto, esta norma establece que “el funcionario público que con abuso de su cargo, cometiere u ordenare cualquier acto arbitrario en perjuicio de la Administración o de los particulares, que no se hallare especialmente previsto en las disposiciones del Código o de las leyes especiales, será castigado con tres meses de prisión a tres años de penitenciaría, inhabilitación especial de dos a cuatro años y multa de 10 UR (diez unidades reajustables) a 3.000 UR (tres mil unidades reajustables)”.
Más allá que la prisión pueda ser o no aplicada en función de elementos coyunturales o ajustados a derecho, cómo se puede inferir cuándo se incurre realmente en “abuso de funciones”.
En efecto, no está explicitado -a texto expreso- ni siquiera qué es realmente un “acto arbitrario en perjuicio de la Administración”, precisamente por no hallarse especialmente previsto en las disposiciones del Código o leyes especiales.
En consecuencia, en estos casos el magistrado opera casi por intuición y sin convicción, porque la absurda redacción de la norma incita su propia discrecionalidad.
En ese contexto, no es admisible que una mera irregularidad que violenta o no contempla las normas del Texto Ordenado de Contabilidad y Administración Financiera (Tocaf) pueda ser tipificada como delito, pese a no estar contaminada por el dolo o eventuales intenciones maliciosas.
Parece insólito que una irregularidad por más grave que esta sea, pueda mutar en delito por la caprichosa interpretación de un artículo del Código Penal que es realmente absurdo. No en vano, en su acepción semántica, irregular es –simplemente y sin otra lectura posible-algo que se aparta de la regla.
Si se lee minuciosamente la pieza acusatoria elaborada por la fiscalía, se puede comprobar que la mayoría de las imputaciones de “abuso de funciones”se sustentan en presuntos “actos arbitrarios”, pese a la indeterminación jurídica de este concepto.
¿Quién juzga realmente qué es un acto arbitrario de un jerarca? ¿En función de qué norma se establece? ¿Cuándo y en qué condiciones se comete?
Son tres interrogantes sin respuesta que, extrañamente, no ameritaron ninguna pregunta por parte de los periodistas que participaron en la conferencia de prensa convocada por el fiscal.
¿Por qué nadie cuestiona el accionar de los magistrados, como si estos fueran dioses que descienden del Olimpo para impartir justicia entre los mortales?
En tal sentido, el escrito y alegato que solicita el procesamiento de Raúl Sendic y de los otros indagados es a todas luces inconsistente e insostenible, porque infiere intencionalidades que carecen de sustento probatorio a juzgar por la propia letra del documento.
En lo relativo a la imputación de la figura penal de “peculado” contra Raúl Sendic por la utilización de la tarjeta corporativa, la tipificación parece un exceso. Este delito está relacionado con la denominada malversación de fondos, que es, a su vez, sinónimo de desfalco y de maniobra fraudulenta con dolo.
Por sus particulares características, estas operaciones no están naturalmente documentadas, como sí lo está la utilización de las tarjetas corporativas de los organismos públicos.
Más allá que la defensa del vicepresidente pueda probar ante la jueza de la causa Beatriz Larrieu que los gastos están justificados, hay un elemento que contradice la acusación: que no hay enriquecimiento patrimonial del imputado, según se comprobó al determinarse el levantamiento del secreto bancario.
¿Puede, en este caso, haber delito sin beneficio y sin beneficiario? Esta es otra pregunta sin respuesta.
No se requiere ser un erudito para concluir que este es un proceso judicial de visos realmente kafkianos.