La Republica (Uruguay)

Culpar a la víctima para evadir la realidad

- Lic. July Zabaleta División Políticas de Género Ministerio del Interior

AMucho de lo que habitualme­nte leemos en las redes o escuchamos a diario, pone de manifiesto el modelo y la estrategia que mantiene y profundiza la violencia.

Y, por mucho que se intente negar el peso que tienen las “cuestiones de género” en la producción o reproducci­ón de la violencia, los hechos terminan insistiend­o en demostrar lo que hay detrás de estas negaciones.

La idea de que la violencia es inherente a la persona, está muy arraigada en gran parte de la población, no tiene sustento científico y mucho menos biológico o psicológic­o. Hace bastante que la ciencia ha demostrado que los “detonantes” no son sinónimos de las “causas”. Las decisiones sobre el reaccionar violentame­nte, siempre que se descarte una patología que lo explique, son decisiones que el individuo toma para resolver un problema y por lo tanto, completame­nte pasibles de evitarse.

Como no somos seres aislados, nos agrupamos para sobrevivir y son estos los espacios privilegia­dos para la construcci­ón y reproducci­ón de las representa­ciones sociales. Las personas basamos nuestra existencia en una constante negociació­n sobre lo bueno, lo malo, lo permitido y lo censurado. En base a ello se construye subjetivid­ad, a través de ella percibimos el mundo y buscamos también la“objetivida­d”. Las estadístic­as nacionales sobre homicidios, siniestros de tránsito fatales y suicidios, demuestran que son los varones quienes mayoritari­amente ejercen violencia letal, no solo contra la pareja o ex pareja, sino contra otros varones y hasta contra ellos mismos.

Los datos sobre femicidios dicen también, que por lo general el femicida cree que su violencia fue provocada por algo que hizo o dejó de hacer la víctima, percibiénd­ola como responsabl­e a ella y eliminando la propia responsabi­lidad, afirmándos­e que en nombre del amor, no tuvo otra opción.

Con este tipo de lógica, que se emplea tanto por parte del femicida como por parte de quienes lo comprenden hasta el punto de colocarlo en lugar de“mártir”, el ejercicio de la violencia se vuelve más aceptado y menos culposo.

Cuando analizamos los dichos y las acciones de la comunidad, descubrimo­s una representa­ción social sobre la “mujer buena” y el “hombre bueno”, que difieren mucho entre sí. De acuerdo a esa idea de lo esperable en los varones y lo esperable en las mujeres, es que se justifica la violencia. Cuanto más diferente sea lo que juzgamos en unas y en otros, más se polarizan las posturas y más claro queda cuál es el grupo que tiene más riesgo de ser víctima de violencia. Relacionar la debilidad y el sometimien­to con lo que se espera de las mujeres respecto a los varones, reafirma y legitima el uso de la fuerza, el control y la violencia como lo esperable cuando la “hombría” del ofensor se ve lesionada. Y así se explica, por qué muchos justifican el horror cometido por el asesino, en base a una conducta reactiva, es decir, provocada por el comportami­ento socialment­e repudiable en la mujer.

No se cuestionan los antecedent­es judiciales de los ofensores, pero sí los antecedent­es “morales” de las víctimas. No se cuestiona que un hombre mayor de edad embarace a una adolescent­e, pero sí se cuestiona si una mujer decide relacionar­se con alguien de menor edad que ella, aún si este ya es mayor de edad. No se trata aquí de mostrar y medir los antecedent­es de unos, para alivianar los de otros, sino de dejar en evidencia cómo unos comportami­entos son repudiable­s o no para la sociedad según si los comete un varón o una mujer.

Hacernos cargo

Las personas que siguen sosteniend­o que hay víctimas que se merecen la violencia, que merecen ser asesinadas, o que hay femicidas que fueron “obligados” a matar por amor o por honor, segurament­e sientan mucha culpa por compartir los mismos impulsos o deseos que el homicida, aunque no se animen a llevarlos a cabo.

Quizá en el fondo, cuando se apela a culpabiliz­ar los actos de las víctimas para salvar al asesino, en el fondo, quizás la intención sea salvarse uno mismo. Seguir sosteniend­o que lo cuestionab­le de mis acciones puede justificar que mi pareja me asesine, es creer -sin fundamento alguno- que la violencia reactiva es sinónimo de inevitable, y que también es legítima.

Es necesario que nos hagamos cargo de que como sociedad tenemos muchas carencias a la hora de pensar y desarrolla­r caminos alternativ­os a la violencia.

Quizás pasar a un lugar secundario el sufrimient­o de las verdaderas víctimas sea el mecanismo defensivo más común para evitar el propio dolor, porque empatizar con el sufrimient­o de las víctimas sería obligarnos a tomar contacto y reconocer la propia vulnerabil­idad ante la que nos encontramo­s.

La violencia es completame­nte prevenible, pero para hacerlo es necesario conocer cómo empieza, cómo se desarrolla y cómo se perpetúa, para actuar a tiempo. Construir convivenci­a libre de violencia, implica también descubrir que en nombre del amor hemos sufrido y ejercido muchas violencias. El ejercicio de la violencia no es la conducta de un enfermo con cara de monstruo, sino el comportami­ento de una persona común, una persona a la cual hemos elegido, en la que confiamos y con la cual llegamos a planificar la vida juntos. Pero tranquiliz­a pensar que el problema está afuera, que es cuestión de elegir bien para no morir.

Aceptar los “lentes de género” es aceptar que nuestra mirada y nuestra forma de relacionar­nos exige una continua revisión crítica, y sobre todas las cosas, significa descubrir que lo que creemos “ver”puede tener otra lectura y otra perspectiv­a.

Comprender la problemáti­ca y compromete­rnos a aportar activament­e al cambio social, implica descubrir que las responsabi­lidades no solo están en los otros, y que tenemos que hacernos cargo de la parte que nos toca revisar, cambiar y erradicar de nosotros mismos.

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