Una incalificable miopía histórica
La discusión parlamentaria en el ámbito de la Cámara de Representantes a raíz de la consideración del proyecto de ley de creación de sitios de la memoria del pasado reciente, generó una álgida discusión entre el oficialismo y la oposición.
Las protagonistas del debate que alcanzó altos picos de tensión, fueron la diputada frenteamplista Manuela Mutti, la nacionalista Graciela Bianchi y la colorada Susana Montaner.
En buena medida, el abordaje de este tema reabrió nuevamente la grieta existente entre quienes cuestionan y repudian lo sucedido en ese contexto histórico de tragedia y los que manifiestan una actitud ambigua ante lo sucedido.
Por supuesto, en la oportunidad quedaron plenamente ratificadas las conocidas posiciones del bloque progresista y el bloque conservador, en torno a los acontecimientos que pautaron la dictadura liberticida.
No en vano antes de que el Frente Amplio asumiera el gobierno en 2005, la palabra dictadura era una expresión propia del lenguaje de la izquierda.
Hace treinta y tres años y cuando la clase política volvía a ocupar su espacio en la escena pública, tanto los actores institucionales de la derecha como los voceros de los medios de la comunicación -la mayoría de ellos oficialistasse referían al extinto régimen cívico militar como “gobierno de facto”.
Casi todos parecían temerle a la palabra “dictadura”, como si esa mera alusión pudiera exhumar la pesadilla padecida por los uruguayos durante casi doce años de plomo.
La sanción y ulterior promulgación de la Ley de Caducidad en 1986, que consagró la impunidad de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el gobierno autoritario, confirmó que esa reticencia a calificar a ese régimen como dictadura era parte de una estrategia.
En efecto, la aprobación de dicha norma -que es absolutamente inconstitucional y una auténtica mancha para el sistema político uruguayo que nos expone al escarnio público como país en el contexto internacional- no tiene justificación alguna.
La única explicación para engendrar y avalar tamaño mamarracho jurídico contrario a derecho, es que los partidos tradicionales quisieran “reconciliarse” con unas fuerzas armadas que, por entonces, aun estaban contaminadas por la patología golpista.
Por supuesto, esa ha sido la postura histórica de blancos y colorados en el período de posdictadura, de férrea defensa de una ley que constituye un agravio a la dignidad.
Obviamente, para justificar tal desatino, se ha pretextado que la Ley de Caducidad contribuyó a la pacificación del Uruguay, al igual que la Ley de Amnistía de marzo de 1985, que otorgó la libertad a miles de presos políticos.
Parangonar una ley con otra constituye todo un desaguisado, porque la Ley de Caducidad consagró la extinción de delitos que jamás fueron sometidos a procesos judiciales y la Ley de Amnistía se aplicó a personas que permanecieron presas en infrahumanas condiciones de confinamiento.
El contemporáneo debate destinado a la creación de sitios de la memoria del pasado reciente, exhuma una discusión que no puede ser laudada por ninguna ley, porque realmente debería dirimirse en el terreno ético, acorde a la sensibilidad que genera el tema.
En ese contexto, el mayor disenso que detonó entre el oficialismo y la oposición refiere al período histórico que abarcarían las referencias aludidas en la iniciativa.
En efecto, mientras el proyecto original reconoce a las víctimas de terrorismo o accionar ilegítimo del Estado que sufrieron violaciones a sus derechos humanos por motivos políticos, ideológicos o gremiales desde 1968 hasta el 28 de febrero de 1985, la oposición alega que la fecha debería ser el 27 de junio de 1973, cuando el gobierno de Juan María Bordaberry decretó la disolución de las cámaras legislativas mediante un golpe de Estado que implantó la dictadura.
Más allá de visiones naturalmente subjetivas, no deja de sorprender que la diputada nacionalista Graciela Bianchi, que es profesora de historia, tenga una mirada tan miope sobre el pasado reciente.
En efecto, la conversa legisladora alegó que también el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros había torturado- lo cual fue duramente replicado por la diputada Mutti- y que, con su accionar,“el MLN había alterado el orden”.
No obstante, lo que es más grave aún es que Bianchi considere que entre 1968 y 1973 existió un gobierno realmente democrático, por más que haya sido electo en las urnas.
Es bien sabido que la administración presidida por Jorge Pacheco Areco quebrantó todas las normas constitucionales habidas y por haber y cometió excesos propios de una dictadura.
En ese marco, barrió literalmente con las libertades públicas y las garantías individuales, torturó, asesinó estudiantes, encarceló trabajadores y opositores, ilegalizó sindicatos y fuerzas políticas y censuró groseramente a los medios de prensa.
¿Es admisible que Graciela Bianchi, que es una docente, avale como democrático un gobierno que intervino a la educación pública vulnerando groseramente la autonomía consagrada constitucionalmente y que ordenó reprimir a mansalva a jóvenes estudiantes?
¿Dónde está la memoria de esta señora que olvida el martirologio de Líber Arce, Hugo de los Santos y Susana Pintos, salvajemente ultimados -hace ya cincuenta añospor las fuerzas represivas del pachecato?
¿Qué diría el extinto senador José Germán Araujo, de quien Bianchi fue secretaria, en torno a esta mirada distorsionada y tan subjetiva de la historia?
Una de las mayores paradojas de la inefable Bianchi es desestimar la teoría de los dos demonios, pese a pertenecer al Partido Nacional y dentro de él a un sector de derecha conservadora, que sí se afilia a esa descabellada tesis.
La misma postura de Bianchi es sostenida por la diputada colorada Susana Montaner, aunque la actitud de esta es comprensible porque se trata de un gobierno de su partido, por más que haya sido del corte claramente autoritario.
Más allá de eventuales discrepancias, lo que es de meridiana claridad es que las violaciones a los derechos humanos comenzaron bastante antes del 27 de junio de 1973.
Es más, los excesos de los gobiernos de derecha se iniciaron sobre mediados de la década del cincuenta del siglo pasado, cuando colapsó el modelo implantado por el neo-batllismo, el país ingresó en una fase de crisis y estancamiento y la represión estatal se transformó en moneda corriente.
Resulta inadmisible que el bloque conservador no reconozca sus culpas y siga incurriendo en la falacia de atribuir la dictadura a la actividad de la guerrilla, pese a que el golpe de Estado se consumó cuando el MLN ya había sido militarmente derrotado y desmantelado como organización.