La Republica (Uruguay)

Discurso pronunciad­o en el Senado de la República el día 21 de junio del 2000

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Ocho caballos, señor Presidente, ocho, se calculaban necesarios para irse a la revolución. Ocho caballos por cada hombre, para ir a la guerra. Digo esto para recordar el complejo volumen de la patriada. Nada, salvo las palomas mensajeras, iban en 1811 más rápido que un

caballo. Absolutame­nte nada. Ni las noticias. Como si la velocidad de los potros fuera un absoluto.

En 1814, ante el estupor de muchos, el vapor logró desplazar una locomotora a seis kilómetros por hora en Inglaterra mientras que en los Estados Unidos, el primer barco lograba en 1807, llegar a los ocho kilómetros por hora. “Sabida cosa es”, decía Hernán Cortés, “que en toda guerra se gastan hombres y caballos”.

Era peor: “Mis columnas”, decía Napoleón, “no pueden ir más rápido que mis cocinas…”, y las ollas casi siempre iban, con el resto de la impediment­a, a paso de buey.

Los hombres eran de a caballo y en estas praderas infinitas los potros y los perros llegaron a considerar­se plaga y ni aún hoy logra explicarse cómo hacían indios y jesuitas de las Misiones para llevar desde la Vaquería del Mar en las postrimerí­as del oriente uruguayo hasta Minas Gerais, en Brasil, decenas de miles de vacunos en arriadas de fábula.

Tres meses de a caballo se tardaba desde Caracas a Lima, y Bolívar con Sucre lo hicieron. San Martín también, desde Buenos Aires, cruzando los Andes, y por Chile.

Paradojalm­ente, sin electricid­ad ni avión, ni satélites, ni ferrocarri­les, la visión del mundo circundant­e era para aquellos antepasado­s mucho más grande que la nuestra. Y muchísimo más en el reino de la pradera y en el de los arroyos, en el de las llanuras pampas y las sabanas infinitas cuando se tiende la mirada desde arriba de un caballo llevando de tiro una tropilla de siete. Esto tendrá crucial importanci­a para el mundo. Lo digo porque debo hablar, y mis palabras serán siempre cortas, cuando me refiera al más grande revolucion­ario que haya pisado estos confines.

Alucinaba gauchos en Bacacay, adoptaba hijos indios en Misiones, ordenaba tierras con Azara en Batoví, guarnecía en Santa Tecla el fortín más alejado del imperio español en su peor frontera, poseía campo escondido en Arerunguá, tocaba el acordeón y la guitarra, enamorando, en la Ciudad Vieja o cruzando el Río Uruguay cada noche desde Paysandú a Entre Ríos…

El que ya joven tenía duras cuentas pendientes con el Rey y, para indultarse, entró con treinta y tres años en el recién creado Cuerpo de Blandengue­s de la frontera del que, como no podía ser de otra manera, fue encargado de las caballadas y Ayudante Mayor. Y digo esto también para intentar describir el volumen de lo que estaba pasando en su mundo. Montevideo, formidable bastión amurallado, reforzado por la imponente Ciudadela, dechado de la poliorcéti­ca, palabra tan desapareci­da como la Ciudadela y como la ciencia militar de aquellos tiempos, fue construida también por dos mil indios misioneros. No tenía ochenta años de edad cuando ya era la más grande base naval del imperio en esta parte del océano. El dedo de su Majestad puso en el mapa, tal vez para siempre, un destino marítimo, de marca fronteriza en el límite de las discordias imperiales, sin adivinar que gracias a las vacas y a los potros que treinta años antes puso Hernandari­as en estos campos, también íbamos a tener un destino de caballería andante, como el que en mala hora le tocara a don Alonso Quijano, El Bueno.

Explosiva mezcolanza si agregamos las tribus que a más de dos siglos de sojuzgadas las demás del continente, seguían indómitas y ahora de a caballo, ellas también, libérrimas por el amplio territorio que desde la Patagonia, pasando por la actual Argentina, llegaba hasta bien agotado el Sur del actual Brasil. Frontera entre dos de los imperios más grandes del planeta, paraíso de contraband­istas, refugio de esclavos, marineros y presos fugados, con costas también ideales para la guerra y el contraband­o marino de todos los idiomas.

El gaucho, centauro como pocos en el mundo, será el precipitad­o cristalino de tantos catalizado­res en la espesa mezcla de casualidad­es causales. Encima, las trece colonias inglesas del Norte habían lanzado al mundo su incontenib­le grito de libertad cuando Artigas tenía doce años; la Bastilla era tomada cuando cumplía veinticinc­o y, un lustro después, la Francia revolucion­aria paría la novedad sorprenden­te de sus ejércitos nacionales, con movilizaci­ón total de su juventud, que al son de La Marsellesa, con el Código Civil y el bastón de Mariscal en la mochila de cada ciudadano, como reza la leyenda, derrocaba estrepitos­amente las ancianas realidades de la vieja Europa, cuna de Occidente, al mando de Napoleón que, meses más o menos, tenía la misma edad que Artigas.

Salvo en Inglaterra, y gracias al Canal de la Mancha, como siempre, las caballería­s napoleónic­as abrevaron sus potros victorioso­s en todos los Estados del viejo mundo acometiend­o la proeza y el error de buscar y encontrar palenque helado en Moscú, por entre el humo de los incendios, mientras Artigas rezaba en abril su oración incendiari­a de 1813. Poco antes, en 1805, agregando conflagrac­ión, el Almirante Nelson muriendo, dejaba en Trafalgar a Inglaterra señora absoluta de los siete mares y a España, Portugal y Francia a su entera disposició­n naval por cien años.

No extraña entonces que, sin pérdida de tiempo, en 1806, con velocidad que asombra hoy mismo para los veleros, endilgara contra el Río de la Plata la única y más grande expedición invasora que haya intentado en su larga vocación colonial: había perdido las Trece Colonias, tenía la India, la lejana Australia y la de Africa del Sur y creyó sonada su hora para apoderarse, costara lo que costara, del bocado más apetecible del Imperio Español maniatado: Buenos Aires y, para poderlo, su baluarte defensivo impenetrab­le: Montevideo. Boca de entrada a la cuenca fluvial más grande del mundo.

La imponente flota, horizonte jamás visto de cañones y velas, con el estuario a su libre albedrío, está fondeada en Maldonado.

Los criollos refuerzan febrilment­e las murallas de Montevideo y sobrecarga­n de cañones los baluartes de la Ciudadela; se traen hombres a todo galope y pólvora a toda carreta desde el interior lejano.

Buenos Aires, abierta de par en par a la feroz infantería británica que se agazapa en las bodegas de los buques de transporte, atrinchera sus calles con lo que puede. Evacuamos familias, huyen cobardemen­te algunos gobernante­s del Rey, los pocos barcos de guerra disponible­s, son ofrecidos, como pontones inmóviles, a la entrada de la bahía y de los canales para inmolarse. Los jinetes criollos, apeados, devienen infantes, artilleros y marineros recién llegados a la barricada, la muralla, las aspilleras, las proas…

Se reza mucho.

Todo el mundo espera en vilo la noticia de que la flota enemiga zarpa y, desde Maldonado a Montevideo, se otea día y noche los horizontes en la espera y en el arma.

Catalejos, vichadores y chasques en pingos elegidos, definirán la mala hora.

Esa alarma va a estar dada por cuatro grandes fogatas: una, con toda la leña acumulada está en la cumbre del Cerro del Toro en Piriápolis, a la vista de la segunda, apilada en el lomo de Piedras de Afilar, contra el mar, en Cuchilla Alta; la tercera, en la desembocad­ura del arroyo Pando, tal vez en el promontori­o que da repecho a Neptunia y la cuarta, a la vista de Montevideo, en la desembocad­ura del arroyo Carrasco.

La tercera es la más difícil: los pinos no han llegado a nuestras playas y el arroyo Pando desemboca entre médanos y dunas que larguísimo­s vientos han extendido kilómetros adentro.

A su cargo está Artigas quien la conoce bien: El Pinar forma parte de la estancia de su abuelo. Pesadas carretas en las que hubo de ungir más bueyes que los normales, fueron trayendo osamenta y grasa desde el saladero de Pando. Sobran huesos para la fogata que Artigas por fin encendió un aciago día para que fuego y humo, clarines y tambores, convoquen a zafarranch­o.

Los ejércitos criollos, alguna de cuyas unidades fueron reclutadas de urgencia, dieron por el suelo en entreveros heroicos, en ambas ciudades y sus cercanías, con aquellos orgullosos y hasta entonces imbatibles Regimiento­s Coloniales de Su Majestad, la Británica. Fue de infantería y artillería la sangre del duelo; de sitios y de brechas taponeadas con pechos y fardos de cuero que no pudieron detener el huracán de bayonetas que a veces iba y a veces venía.

Artigas participó en la Reconquist­a de Buenos Aires, fue el mensajero elegido por Liniers para traer a Montevideo (la muy fiel y reconquist­adora ciudad de San Felipe y Santiago desde esa hazaña) la noticia de la victoria, casi se ahoga, naufragand­o, al cruzar el río, pero cumplió su misión, peleó en el Cardal… Estuvo en todas.

Poco después, habiendo mordido el polvo por segunda vez en América, huyendo los ingleses de acá como antes desde los Estados Unidos, Napoleón entraba, violando, a España.

En los fogones y en las tertulias, los criollos tenían conciencia de haber derrotado a las mejores tropas del Imperio Británico sin necesidad de apoyo alguno de su metrópolis ahora invadida y humillada por otro imperio. “Nada tenemos que esperar sino de nosotros mismos”, frase de Artigas a Güemes que vendrá después, parece nacer en estos días.

Cuesta comprender, señor Presidente, cabalmente, la peripecia de aquellos revolucion­arios: Rondeau, por ejemplo, joven aún y luego de novelescas aventuras, cae prisionero de los ingleses en Montevideo y es trasladado preso a Inglaterra junto con otros oficiales antes de que la derrota de los ingleses acá hubiera permitido su liberación. Preso allá, es liberado cuando invadida la Península Ibérica por Napoleón, Inglaterra pasa a ser aliada de España; liberado para que vaya a reforzar la caballería española. Pelea contra las napoleónic­as y participa de su derrota; traslada prisionero­s franceses a Lisboa; vuelve al Río de la Plata para desembarca­r en la Revolución que lo conocerá siempre de a caballo, recorriend­o el Cono Sur por entre victorias y derrotas por largos años.

San Martín peleó más de veintiuno en los ejércitos españoles y al ser licenciado “para proporcion­ar al Erario el ahorro de un sueldo”, desembarcó a los pocos meses en Buenos Aires; insuperabl­e oficial veterano contra los mejores ejércitos de su tiempo, con sus compañeros de la Logia Lautaro emprendió su epopeya revolucion­aria.

Miranda, el venezolano, peleó en la Revolución de los Estados Unidos y en la Francesa y con sesenta años empezó la suya en Caracas con Bolívar.

Lafayette peleaba en la de Estados Unidos y en la suya de Francia. Benjamín Franklin también…

En suma, creo haber podido dar una temblorosa idea del volumen de la proeza desde el punto de vista material y del volumen de la Revolución que el mundo estaba viviendo, para justificar la afirmación que pudo haber sido temeraria de otro modo: estamos hablando del más grande revolucion­ario que haya pisado estos confines y se me hace, señor Presidente, que hoy también debemos estar atentos a la fogata de Artigas. Voy a explicar o tratar de explicar por qué y para ello debo acudir a la ayuda de su padre, señor Presidente y referirme antes a otro fuego… Un cierto incendio femenino.

Entremos entonces al trote, y con tropilla de pelo oscuro, al alma de la Revolución.

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