La Republica (Uruguay)

Abominable­s secuelas de la impunidad

- Hugo Acevedo, analista.

La constataci­ón de la existencia de espionaje militar en el período de la posdictadu­ra, constituye un inequívoco testimonio de la impunidad con la cual actuaron los uniformado­s durante los gobiernos de los partidos tradiciona­les. En efecto, no resulta creíble en modo alguno que los servicios de inteligenc­ia heredados de la dictadura actuaran por su cuenta sin que mediara una orden de alguna jerarquía política. En ese contexto, son absolutame­nte indigeribl­es las declaracio­nes del ex presidente Julio María Sanguinett­i, pronunciad­as a la salida de su comparecen­cia en la comisión parlamenta­ria que investiga la existencia de actividade­s de espionaje a partir de 1985. Las afirmacion­es del ex mandatario colisionan radicalmen­te con todo atisbo de verosimili­tud, cuando admite lo que antes negó: la existencia de operativos de vigilancia militar a partidos políticos, sindicatos y hasta a organizaci­ones religiosas. Si bien es sabido que Sanguinett­i es un personaje sinuoso y ambiguo que juega permanente­mente con la verdad, es evidente que no se puede confirmar la existencia de actividade­s de inteligenc­ia militar en democracia y a la vez afirmar que las jerarquías políticas no tenían relación alguna con esas prácticas clandestin­as. Esa actitud, que está en sintonía con sus posturas políticas históricas, constituye ciertament­e toda una contradicc­ión que desafía las más elementale­s reglas de la lógica. Incluso, se rasgó las vestiduras afirmando que “en lo personal, puedo decir que también fui víctima de episodios de este tipo. Así como en el año 1997 le volaron el auto al diputado Cores, a mí me volaron el estudio y esa era gente vinculada a funcionari­os de espionaje”. Empero, desde el Frente Amplio se acusa a Sanguinett­i de convalidar esas tareas encubierta­s, recordando la buena relación existente entre el mandatario colorado y uno de los personajes más connotados de la dictadura: el general Hugo Medina. Como se recordará, Medina, que era comandante en jefe del Ejército cuando asumió el primer gobierno democrátic­o luego de la larga noche autoritari­a, fue designado en 1987 como Ministro de Defensa Nacional por el propio Sanguinett­i. Medina fue una figura clave del cuestionad­o Pacto del Club Naval, que derivó en elecciones nacionales con ciudadanos proscripto­s, presos políticos y organizaci­ones partidaria­s prohibidas, luego de once años de despotismo. Incluso, en 1986 el militar desafió abiertamen­te al Poder Judicial siendo comandante en Jefe del Ejército, cuando guardó en una caja fuerte las citaciones judiciales a los militares represores. Esta actitud, que en su momento fue interpreta­da como una suerte de golpe de Estado técnico y de abierta insubordin­ación, resultó clave para el proceso de elaboració­n y ulterior sanción de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado Nº 15.848, que perdonó los delitos de lesa humanidad perpetrado­s por la dictadura. Obviamente, la norma fue votada en masa por el oficialism­o representa­do por entonces por el Partido Colorado, y por sus socios de la mayoría del Partido Nacional. Las secuelas de este cuerpo normativo- que es flagrantem­ente inconstitu­cional y ha sido incluso condenado por los organismos de derechos humanos de la comunidad internacio­nal- permanecen vigentes en el presente. La derogación o anulación de la ley -que ha sido defendida a rajatabla y sin pruritos por la derecha durante treinta y dos largos años- fue desestimad­a en sendas consultas populares concretada­s en 1989 y 2009. Aunque el 27 de octubre de 2011 el Parlamento Nacional aprobó con los votos del Frente Amplio la ley Nº 18.831 que perforó la impunidad al declarar que los delitos perpetrado­s durante la dictadura eran de lesa humanidad, la Supremo Corte de Justicia la declaró inconstitu­cional. Pese a que esa decisión no frenó del todo los juicios contra los represores y actualment­e hay una fiscalía a cuyo cargo está el diligencia­miento de las causas por violacione­s a los derechos humanos, más de trescienta­s causas permanecen estancadas en los estrados judiciales, según lo denunciado por el Observator­io Luz Ibarbouru. Esta recopilaci­ón -que es obviamente un crucial fragmento de historia recientees parte del relato de la impunidad originado por la innegable connivenci­a entre el poder político y el poder militar fraguada con la sanción de la impresenta­ble Ley de Caducidad. Resulta obvio que el extinto ex ministro general Hugo Medina - hombre de confianza de Julio María Sanguinett­i en tanto ocupó la titularida­d de la Secretaría de Defensa Nacional durante su primer gobierno- fue uno de los grandes arquitecto­s de este deleznable proceso de atentado a la democracia. Como las Fuerzas Armadas salieron fortalecid­as de esa pulseada en la cual el poder político claudicó por acción u omisión, no es extraño que haya sobrevivid­o intacto buena parte del aparato represivo de la dictadura. “Hoy pudimos comprobar y demostrar la existencia de espionaje sistemátic­o en democracia. Espionaje, no como hechos aislados en alguna dependenci­a del Estado, sino que ordenado por quien fuera comandante del Ejército en 1985”, declaró el diputado frenteampl­ista e integrante de la comisión investigad­ora Luis Puig, en directa alusión a Medina. Incluso, el ex director de inteligenc­ia militar Óscar Otero confirmó, en el ámbito de la comisión investigad­ora parlamenta­ria, que la recopilaci­ón de informació­n de partidos políticos y organizaci­ones sociales era“una costumbre” que sobrevivió a la propia dictadura. Evidenteme­nte, luego de este y otros testimonio­s, Julio María Sanguinett­i no tuvo otra alternativ­a que admitir la existencia de espionaje en democracia, aunque deslindó toda responsabi­lidad jerárquica en esas actividade­s. ¿Por qué nadie ordenó el desmantela­miento de esos servicios de inteligenc­ia militar durante los tres gobiernos colorados y el gobierno nacionalis­ta de la posdictadu­ra? Obviamente, si los gobiernos de la época conocían la existencia de ese aparato de espionaje y lo dejaron operar a su antojo, existió una actitud de prescinden­cia o bien de soterrada complicida­d del poder político con el poder militar, que garantizó, por ejemplo, la impunidad de los delitos de lesa humanidad durante más de veinte años. Todo parece indicar que, por lo menos en el decurso de dos décadas, vivimos en una suerte de democracia tutelada que impidió también el desmantela­miento de otros privilegio­s de la casta militar, como, por ejemplo, el escandalos­o régimen de pasividade­s que aun rige para los retirados del personal castrense. En definitiva, la confirmaci­ón de la prosecució­n del espionaje militar en tiempos de plena vigencia del estado de derecho, constituye otra de las abominable­s secuelas de la impunidad.

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