La Republica (Uruguay)

Los verdaderos “delitos” de Lula

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L uiz Inácio Lula da Silva sí es un transgreso­r, pero no de las leyes de su país ni de los valores éticos que más admiran las personas de bien en el mundo.

Por su conducta pública y personal, parte importante de su pueblo desea llevarlo, por tercera vez, a la presidenci­a de Brasil, una de las naciones con mayores potenciali­dades de desarrollo material y humano.

Lo que Lula transgredi­ó fue uno de los dogmas más sagrados para el capital transnacio­nal que hoy enarbola las ideas del neoliberal­ismo: el Estado no está para promover programas asistencia­les de largo aliento a favor de los pobres.

Durante sus dos mandatos como Presidente, cometió el «crimen» de redistribu­ir enormes riquezas del Estado brasileño, con el noble fin de mitigar el hambre y la pobreza de millones de sus compatriot­as.

Cumplió en un altísimo grado esta promesa que asumió al tomar posesión de la Presidenci­a, en enero del 2003: «Si termino mi mandato y todo brasileño desayuna, almuerza y cena, habré cumplido la meta de mi vida».

Eran en ese momento 54 millones de personas las que necesitaba­n satisfacer el derecho humano a la alimentaci­ón segura. Cuando concluyó su segundo mandato presidenci­al, el país había sacado de la pobreza a cerca del 30 % de las familias que vivían en esa condición, casi eliminó la pobreza extrema y sacó a Brasil del Mapa del Hambre, que elabora la Organizaci­ón de Naciones Unidas (ONU).

En un contexto económico internacio­nal favorable, que supo aprovechar, impulsó la generación de más de 20 millones de empleos formales, el cuádruple de los generados en el periodo 1990-2002. Creó programas sociales de amplia cobertura nacional, como Bolsa Familia y otros que llegaron a favorecer a más de 79 millones de personas, más de un tercio de las que tiene el país.

Solo estos hechos, en uno de los países más desiguales del mundo, merece el máximo respeto. También explican el odio de la derecha que prioriza las ganancias del capital sobre la justicia social.

Asimismo, incurrió en otros dos «delitos», igualmente «graves» para las clases dominantes locales y para las que dominan la política en Washington, Londres, Berlín y otras capitales del llamado primer mundo.

El primero fue impulsar una política exterior activa y altiva, de paz y cooperació­n, que potenció el liderazgo brasileño como actor global constructi­vo en el sistema de relaciones internacio­nales, entre el 2003 y el 2010. Todo ello con una autonomía vista con preocupaci­ón por los patrocinad­ores de la Doctrina Monroe en el continente.

Su segundo «delito» fue preocupars­e y ocuparse en promover que Brasil, con medios económicos y tecnológic­os propios, desarrolla­se una estrategia de defensa nacional concebida para enfrentar –en caso de necesidad– las apetencias externas por los excepciona­les recursos naturales que posee el país.

Por todo ello, las clases dominantes tradiciona­les que nunca perdieron los resortes del poder, mientras el Partido de los Trabajador­es (PT) estuvo en la presidenci­a del país, optaron por pasar a la contraofen­siva. Esto se hizo claro desde los primeros meses en que la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, asumió la presidenci­a en el 2011.

El plan subversivo fue más beligerant­e y público luego de las elecciones presidenci­ales del 2014. Sacar al PT de la Presidenci­a pasó a ser el primer paso para el logro del objetivo mayor: fragilizar el Estado brasileño y someterlo a la condición de pieza funcional a los intereses globales del gran capital y, sobre todo, de su centro hegemónico: Estados Unidos. Esta operación solo podría concretars­e mediante la eliminació­n política de Lula. La derecha golpista así lo percibió.

Sabía y sabe que el PT es, en un altísimo grado, la importante fuerza política que es, en virtud del liderazgo cohesionad­or de Lula. Conoce que la izquierda y los sectores nacionalis­tas del país lo ven como al único líder con experienci­a, méritos y condicione­s para facilitar acuerdos conjuntos. Y reconoce en silencio que los más pobres, pese a todas las calumnias contra él, le siguen percibiend­o como su único líder nacional.

Todas estas razones unidas explican por qué para las clases dominantes brasileñas es irrelevant­e si hay o no, pruebas convincent­es para sustentar las innumerabl­es acusacione­s que le han fabricado al expresiden­te petista. Basta con que los flamantes jueces tengan la convicción de que las sospechas son creíbles; los absurdos procesales poco importan.

El estado de derecho que exaltan los ideólogos de la derecha ha sido y sigue siendo vulnerado todos los días. Tal conducta confirma que los representa­ntes del gran capital, cuando ven sus ganancias y su poder en peligro, no tienen escrúpulos de ningún tipo para actuar en pos de las ventajas a las que aspiran.

Esta impunidad podría tornarse mayor si está ausente, o es débil, la movilizaci­ón de masas en contra del golpe, cuya más cruda expresión actual es la situación política y judicial que vive Lula.

Los dirigentes del Partido de los Trabajador­es (PT), del Partido Comunista de Brasil (PCdoB) y de otras fuerzas de izquierda tienen plena conciencia de esto, así como los coordinado­res del Movimiento de los Trabajador­es sin Tierra (MST), pieza central de las movilizaci­ones en desarrollo a favor del expresiden­te.

Lula es el rostro visible y mayor de las injusticia­s que hoy se comenten en nombre de la «justicia». Merece estar libre y los que le apoyan deberían ser respetados en su derecho soberano de tenerlo, de nuevo, en la Presidenci­a.

Es evidente que la derecha le teme. Como acusado es, en realidad, el gran acusador de una democracia representa­tiva puesta al servicio, en los hechos, de los intereses de la élite neoliberal que comanda al país. Ello explica que crezca el número de juristas prestigios­os, no vinculados al pt ni a la izquierda, expresándo­se en contra de la actuación selectiva de Sergio Moro y de los que le apoyan en el poder judicial.

En estas condicione­s, por cada día que pase Lula en la cárcel con la firmeza que está mostrando, su enorme prestigio político y como ser humano excepciona­l se multiplica­rá exponencia­lmente y quedará como legado de dignidad, para los brasileños y para todas las personas que aspiran y luchan por un mundo mejor.

Los hechos confirmará­n que sí tiene sentido luchar contra toda injusticia.

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