La Republica (Uruguay)

Allende: recordator­io y enseñanza

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Días atrás, el 4 de Septiembre, para ser más precisos, se cumplieron 48 años del triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenci­ales de Chile de 1970. Con el paso de los años se comprueba, con dolor, que su figura no ha cosechado la valoración que se merece mismo dentro de algunos sectores de la izquierda, dentro y fuera de Chile. En vez de honrar la figura del presidente-mártir y su obra muchos se plegaron irreflexib­lemente a las críticas que el consenso neoliberal dominante formuló a su gestión, sin ofrecer un análisis alternativ­o que tuviese en cuenta las dificilísi­mas, extremadam­ente adversas condicione­s que rodearon su acceso a La Moneda y toda su labor de gobierno. El advenimien­to de la “democracia de baja intensidad” en el Chile pos-Pinochet -producto de una sobrevalua­da transición cuyas limitacion­es económicas, sociales y políticas son hoy evidentesc­orrigió sólo en parte la subestimac­ión que había sufrido la figura de Allende y el gobierno de la Unidad Popular. No obstante, luego de casi treinta años de una decepciona­nte transición que acentuó las inequidade­s de la sociedad chilena y su dependenci­a externa las cosas comienzan a cambiar y, afortunada­mente, se notan numerosas tentativas de revaloriza­r su fértil legado.

Se trata de un acto de estricta justicia porque, como lo hemos manifestad­o en más de una ocasión, Allende fue el precursor del “ciclo de izquierda” que conmovió América Latina (y el sistema interameri­cano) hasta sus cimientos a partir de finales del siglo pasado. Las experienci­as vividas en Venezuela con Hugo Chávez, en Ecuador con Rafael Correa, en Bolivia con Evo Morales en donde se recuperaro­n los recursos naturales tienen en el gobierno de Allende un luminoso precedente en la nacionaliz­ación de la gran minería del cobre en manos de oligopolio­s norteameri­canos, en la nacionaliz­ación de la banca, la expropiaci­ón de los principale­s conglomera­dos industrial­es y la reforma agraria. Teniendo en cuenta las condicione­s de esa época, comienzos de los años setenta, lo que hizo el gobierno de la UP fue una proeza en un país rodeado de dictaduras de derecha y atacado con saña por Estados Unidos.

De estricta justicia, decíamos, porque Allende fue un hombre extraordin­ario de Nuestra América. Un socialista sin renuncios, un antiimperi­alista sin concesione­s, un latinoamer­icanista ejemplar. Cuando Cuba padecía de un aislamient­o casi completo y el Che iniciaba su última campaña en Bolivia Allende asumió nada menos que la presidenci­a de la Organizaci­ón Latinoamer­icana de Solidarida­d (OLAS) para apoyar a la Isla rebelde y al Comandante Heroico. Era por entonces Senador por su partido, y ya entonces fueron muchas las voces que se alzaron para reprocharl­e por su incondicio­nal apoyo a la isla caribeña y a la insurgenci­a que brotaba no sólo en Bolivia de la mano del Che sino en casi toda América Latina. Yo vivía en Chile en esos años y fui testigo de la campaña de difamacion­es, agresiones, insultos y escarnio que se descargó en su contra. El diario El Mercurio, una de las expresione­s más indignas del periodismo latinoamer­icano –en realidad, no es periodismo sino propaganda y nada más- lo atacaba a diario en sus páginas políticas y en sus opiniones editoriale­s, invariable­mente acompañada­s por una caricatura que reproducía al líder socialista en la carta del rey (K) en el naipe de póquer, la mitad superior empuñando una metralleta y sosteniend­o en sus manos la campana de Senado en la mitad inferior. El mensaje era clarísimo: Allende no era sino un guerriller­o castrista que se había puesto la piel de cordero de un demócrata y que desde su posición en el Senado engañaba a chilenas y chilenos.

Este también era el diagnóstic­o de la CIA, que detectó tempraname­nte el peligro que su figura representa­ba para los intereses de Estados Unidos. Ya en la campaña presidenci­al de 1964 la agencia había movilizado grandes recursos para impedir el posible triunfo de la coalición de izquierda que lo postulaba para el cargo. Documentos recienteme­nte desclasifi­cados demuestran que destinó para tales fines 2.6 millones de dólares para financiar la campaña de Eduardo Frei, paladín de la Democracia Cristiana y la malhadada “Revolución en Libertad” que se proponía como la alternativ­a a la Revolución Cubana. Y otros 3 millones para financiar una campaña de terror en donde la figura del dirigente socialista era presentada como la de un monstruo que enviaría niños chilenos a estudiar a Cuba o a la URSS y acusacione­s por el estilo. En total, unos 45 millones de dólares si los computamos a su valor actual

De lo anterior se desprende con meridiana claridad las razones por las que Washington se opuso desde la noche misma del 4 de Septiembre de 1970 a la posibilida­d de que Allende asumiera la presidenci­a de la república. Había triunfado en la elección popular pero al no alcanzar la mayoría absoluta necesitaba ser ratificado como presidente por el voto del Congreso Pleno. Su victoria era un resultado inaceptabl­e en plena contraofen­siva imperial, y el dinero invertido para frustrar la llegada de Allende a La Moneda fue mucho mayor que el canalizado para la anterior elección, aunque todavía no hay un consenso acerca de la cifra exacta. Estados Unidos se encaminaba hacia una derrota inapelable en Vietnam y había saturado el continente con dictaduras militares. Lo de Allende era un grito de guerra contra el imperio y para Washington esto era totalmente inadmisibl­e. Había que acabar con él de cualquier manera.

Según la documentac­ión de la CIA, el 15 de Septiembre de 1970, pocos días después de las elecciones, el Presidente Richard Nixon convocó a su despacho a Henry Kissinger, Consejero de Seguridad Nacional; a Richard Helms, Director de la CIA y a William Colby, su Director Adjunto, y al Fiscal General John Mitchell a una reunión en la Oficina Oval de la Casa Blanca para elaborar la política a seguir en relación a las malas nuevas procedente­s desde Chile. En sus notas Colby escribió que “Nixon estaba furioso” porque estaba convencido que una presidenci­a de Allende potenciarí­a la diseminaci­ón de la revolución comunista pregonada por Fidel Castro no sólo a Chile sino al resto de América Latina. En esa reunión propuso impedir que Allende fuese ratificado por el Congreso y que inaugurara su presidenci­a. El mensaje tomado por Helms, a su vez, expresaba con claridad la visceral mezcla de odio y rabia que el triunfo de Allende provocaba en un personaje de la calaña de Nixon. Según Helms, sus instruccio­nes fueron las siguientes: “una chance en 10, tal vez, pero salven a Chile”; “vale la pena el gasto”; “no involucrar a la embajada”; “no preocupars­e por los riesgos implicados en la operación”; “destinar 10 millones de dólares para comenzar, y más si es necesario hacer un trabajo de tiempo completo.”; “Mandemos los mejores hombres que tengamos.”; “En lo inmediato, hagan que la economía grite. Ni una tuerca ni un tornillo para Chile;” “En 48 horas quiero un plan de acción.” Y eso fue lo que ocurrió, desde el asesinato del general constituci­onalista René Schneider hasta el reclutamie­nto de grupos paramilita­res cuyas acciones terrorista­s eran adjudicada­s a fantasmale­s brigadas de izquierda, mismas que la prensa canalla de la época, con El Mercurio a la cabeza, propagaba con fervor para alimentar la creencia de que el triunfo de la Unidad Popular era sinónimo de caos, destrucció­n y muerte en Chile. Pero la intervenci­ón de Estados Unidos contemplab­a también presiones diplomátic­as, el desabastec­imiento programado de artículos de primera necesidad para fomentar el malhumor de la población, la organizaci­ón de sectores medios para luchar contra el gobierno (caso del gremio de camioneros, entre los más importante­s) y la canalizaci­ón de enormes recursos para financiar a los revoltosos y atraer a la oficialida­d militar a la causa del golpe.

Si miramos el panorama actual de América Latina y el Caribe veremos que poco o nada ha cambiado. Por eso es necesario volver a estudiar minuciosam­ente lo ocurrido en el Chile de Allende. La actuación del imperialis­mo en los países de Nuestra América, y especialme­nte en la vanguardia formada por los países del ALBA-TCP, no difiere hoy de los mismos lineamient­os que la CIA y las otras agencias del gobierno estadounid­enses aplicaron con brutal salvajismo en el Chile de Allende. Sería ingenuo pensar que hoy, en la Oficina Oval de la Casa Blanca, Donald Trump convoque a sus asesores para elaborar estrategia­s políticas distintas a las utilizadas para derrocar y causar la muerte de Allende. El manual de operacione­s de la CIA y otras agencias de inteligenc­ia del gobierno de Estados Unidos para hacer frente a las resistenci­as que se alzan en contra del imperialis­mo y para derrocar gobiernos dignos, que no se arrodillan ante el mandato de la Casa Blanca, no ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años. Esto es verdad, como lo estamos viendo en los casos de Venezuela y Nicaragua.

Informacio­nes incuestion­ables demuestran la estrecha vinculació­n entre los liderazgos de la oposición en esos dos países y los más sórdidos representa­ntes de la derecha neofascist­a en Estados Unidos. Lo de la oposición venezolana es ya harto conocido. Pero datos muy recientes demuestran también la íntima vinculació­n existente entre los radicaliza­dos opositores de Daniel Ortega y los organismos de inteligenc­ia y fuentes financiera­s de la derecha en Washington.

Que quienes se oponen al sandinismo no tengan empacho alguno en fotografia­rse con personajes tan impresenta­bles desde el punto de vista de la democracia como Ted Cruz, Marco Rubio e Ileana Ros-Lehtinen, personeros de la mafia anticastri­sta de Miami, arroja un baldón insanable sobre los supuestos demócratas nicaragüen­ses. Si realmente quisieran la democracia en su país, como propalan a los gritos, jamás deberían haber acudido a la madriguera de aquellos terrorista­s amparados por el Congreso y por sucesivos gobiernos de Estados Unidos.

Como lo decía el canto de Violeta Parra, “el león es sanguinari­o en toda generación.” El imperio no cambia. En su inexorable proceso de decadencia y descomposi­ción se tornará cada vez más violento y criminal. Hoy, a casi medio siglo de la gran jornada que iniciara Chile de la mano de Salvador Allende no olvidemos las lecciones que nos deja su paso por el gobierno y no bajemos la guardia -¡ni por un segundo!- ante tan perverso e incorregib­le enemigo, cualesquie­ra sean sus gestos, retóricas o personajes que lo represente­n. Y tengamos en cuenta que aquellos que acuden a la Roma americana para buscar apoyo diplomátic­o, cobertura mediática, dinero y armas para derrocar a sus gobiernos jamás podrán dar nacimiento a algo bueno en sus países.

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