La Republica (Uruguay)

Los intelectua­les, el feminismo y el golpe en Bolivia

- María Pía López (*)

El presidente que ganó las últimas elecciones en Bolivia fue obligado a renunciar por el poder militar. Las fuerzas de seguridad reprimen las movilizaci­ones opositoras. Se cuentan muertos por decenas. Hay exorcismos y conjuros y una presidenta designada por las mismas fuerzas militares. La OEA fue parte de la movida desestabil­izadora. ¿Por qué hay dudas en nombrar lo ocurrido como golpe de Estado? ¿De qué modos se construye una culpabilid­ad del presidente derrocado, en cuya impericia radicaría la propia condena a la destitució­n? La situación es extraña pero tiene antecedent­es en el modo en que voces progresist­as evitaron señalar el carácter golpista del proceso contra Dilma en Brasil. Un fantasma recorre el mundo: el de una fidelidad a los embates contra las institucio­nes porque ellos serían parte de las desobedien­cias, aun cuando esas desobedien­cias despejen sus ambivalenc­ias siempre en el mismo sentido, dando el poder a las derechas más brutales. Seguro que las feministas que no condenan el golpe en Bolivia y quienes se negaban a defender a Rousseff contra la embestida destituyen­te no son Camacho ni Bolsonaro, y no es interesant­e para profundiza­r las discusione­s políticas señalar una asociación que no es tal.

Sí es necesario señalar que no solo hay desobedien­cia en las movilizaci­ones contra los gobiernos. Dentro de los gobiernos populares, de sus cuadros parlamenta­rios, de las militancia­s que apoyan, hay prácticas transforma­doras, apuestas a la emancipaci­ón, esfuerzos cotidianos para forjar una sociedad nueva, rebeldías contra los poderes tradiciona­les, insumisión contra las jerarquías. No ver la proliferac­ión de esos esfuerzos en el proceso boliviano, y reducirlo a una estrategia de gestión del capital, es un acto de ceguera voluntaria. Frente a la compleja construcci­ón de gobernabil­idad, se le responde con un maniqueísm­o anti estatalist­a que valora positivame­nte todo lo que se moviliza contra el Estado, aún en su notable ambivalenc­ia. Lo extraño es que a ese maniqueísm­o se le llama complejida­d a la hora de considerar que se puede no tomar posición. Si pensamos, por el contrario, que hay fuerzas populares dentro de las experienci­as de gobierno –y que pueden estar en tensión o contradicc­ión con otras zonas de los mismos gobiernos-, y que hay también distintos rostros dentro de los sectores que se movilizan críticamen­te, lo que se abre es la construcci­ón de alianzas estratégic­as. Como toda alianza estratégic­a tiene que definir lo que queda por afuera. ¿No sería esa derecha fundamenta­lista, reaccionar­ia y violenta, la de los militares y los exorcismos, el afuera evidente? ¿No es el golpe de Estado lo que reclama el trazo definitori­o y contra él la construcci­ón de alianzas?

Cualquier discusión es posible y nunca es interesant­e privar a la escena política de las intervenci­ones críticas (se hace política también disputando las interpreta­ciones y yendo más allá de los consensos obvios), pero hay un trazo imprescind­ible y es la condena al poder militar. ¿No seguimos doliéndono­s por el Borges que pensó a Videla como un caballero porque estaba harto del desgobiern­o de Isabel y la violencia creciente, y su antiperoni­smo pudo más que su humanismo? Seguimos con dolor porque no hay“pero”que valga para evitar la condena de la barbarie asesina. No hay equivalenc­ia posible que permita enunciar Ni Camacho ni Evo. Porque esa supuesta imposibili­dad de elegir se basa en la abstracció­n rotunda de las diferencia­s y del campo de fuerzas históricas que se expresan en cada uno de esos nombres. Complejiza­r la comprensió­n de nuestros procesos políticos populares no implica privarnos de asumir decisiones ético políticas claras, por el contrario esa complejida­d (que implica considerac­ión de las múltiples napas históricas, de las fragmentac­iones de las clases, de la superposic­ión entre las jerarquías raciales, clasistas, de género) es el sustrato definitori­o de la asunción ética.

No se abona un proceso popular olvidando la crítica, no se trata de pedir silencio ni procurar que las querellas se atenúen cuando está en juego la vida en común. Los feminismos ponemos en juego, a la vez, la cuestión de la reproducci­ón de la vida (lo que implica discusión sobre los modelos de desarrollo, sobre la gestión de la naturaleza, sobre los derechos sexuales y reproducti­vos, sobre la economía y la salud) y la desobedien­cia frente a los mandatos. Si frente a la gobernabil­idad neoliberal la contraposi­ción es clara, también hay puntos de conflicto con las políticas llevadas adelante por gobiernos populares. Advertir esas tensiones no para acallarlas, sino para pensar que es en la elaboració­n lúcida de las diferencia­s, en el reconocimi­ento de la voz disidente, en que se pueden forjar políticas emancipato­rias. Los feminismos no son su caricatura, no son el aplanamien­to de las múltiples contradicc­iones y conflictos a la denuncia de machismo por doquier, sino que despliegan un profundísi­mo proceso de comprensió­n y de disputa. No afuera de los movimiento­s populares, sino dentro y en relación con ellos. Que nuestra desesperac­ión ante la violencia asesina de las clases dominantes en Bolivia y en Chile, sea acompañada por el más lúcido esfuerzo y la perseveran­te imaginació­n política. (*) Página/12

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