EL AGRAVIO A LOS MUERTOS
“Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si este vence…..” W. Benjamin
Un multitudinario cortejo fúnebre recorre las calles de El Alto y La Paz. Por delante van dos féretros y detrás miles y miles de dolientes. Son gente humilde, pobladores de El Alto, artesanos, campesinos, vecinos, madres, indígenas de las provincias de La Paz, Potosí, Cochabamba y Oruro. Han caminado con su dolor cerca de diez kilómetros, y a su paso salen trabajadores, comerciantes y estudiantes llorosos que se persignan, aplauden y entregan agua y pan a los que marchan. La ciudad está paralizada, y la gente de los barrios populares está de luto. (…)
Han bajado desde El Alto para reclamar justicia por sus muertos; han caminado tanto para que las personas vean lo que está pasando, ya que los medios de comunicación amordazados no hablan de la tragedia sufrida; marchan horas y horas para decirle al mundo que no son terroristas ni vándalos; que ellos son el pueblo.
Y es que desde el día del golpe de Estado todas las movilizaciones de sectores populares y campesinos que salieron a defender la democracia y el respeto al voto ciudadano fueron objeto de una feroz campaña de desprestigio que desbordó las redes y los medios de comunicación. No se hablaba de obreros, ni de vecinos, ni de indígenas. Se trataba de “peligrosas hordas”, de “vándalos” que amenazan la paz social. Y cuando los habitantes de la valiente ciudad de El Alto y los indígenas y campesinos bloquearon carreteras, un rabioso lenguaje se apoderó de los golpistas y medios de comunicación: “terroristas”, “narcotraficantes”, “salvajes”, “criminales”, “turbas borrachas” “saqueadores” y otros adjetivos fueron utilizados para descalificar y criminalizar la protesta de las clases menesterosas. Desde entonces, mujeres de pollera con hijos en la espalda, niñas escolares que acompañan a sus padres, jóvenes universitarios, obreros soldadores, campesinos de poncho y vendedores de helados son el nuevo rostro de los “peligrosos sediciosos” que quieren incendiar el país. Esta estigmatización de la plebe sublevada, especialmente si son indios, no es nueva. Durante la Colonia, en el siglo XVI, Fray Ginés de Sepúlveda comparó a los indígenas con los monos; el cura Tomás Ortiz los calificó de “bestias”; en el siglo XIX se hablaba de “razas degeneradas”; y las dictaduras del siglo XX mutaron hacia la del in cu en tiza ciónd el indio insurrecto, calificándolo de “subversivo“, “sedicioso”, que quiere poner en riesgo la propiedad, el orden y la religión.
Ahora, las clases medias tradicionales realizan una vergonzosa fusión verbal entre el lenguaje colonial con el de contrainsurgencia. Ni sus intelectuales orgánicos educados en universidades extranjeras pueden escapar a este llamado de la sangre y el prejuicio racial. Para ellos las marchas de vecinos son reuniones de “delincuentes borrachos”, los bloqueos de caminos de campesinos son actos de “terrorismo” y los asesinados por la bala militar son ajustes de cuentas entre “maleantes”. La forzada mesura con la que todos estos años los escribas conservadores habían calificado a los indios empoderados, hoy se desbocan como un torbellino de prejuicios, insultos y descalificaciones racializadas.
Habían aguardado toda una década mordiéndose los dientes para no escupir sobre los indios y mostrarles su desprecio; y ahora, amparados en las bayonetas, no dudan en descargar todo su odio de casta. Es el tiempo de la venganza y lo hacen enfurecidos. Es como si quisieran borrar no solo la presencia del indio que los derrotó, y por eso son capaces de matar con tal de que Evo no sea candidato; además desean arrancar su huella de la memoria de las clases humildes asesinando, encarcelando, torturando, amenazando a quienes pronuncien su nombre. Por eso queman la Wiphala que Evo introdujo en las instituciones del Estado; por eso queman las escuelas que él hizo construir en los barrios populares; por eso aplauden y brindan por la militarización de las ciudades. Ya no hay espacio para la dignidad ni el decoro de una clase que se revuelca frenéticamente en el lodo del autoritarismo, la intolerancia y el racismo. Y es contra ello que marchan las clases humildes de El Alto y las provincias. Bajan por miles, doscientos mil, trescientos mil. El número ya no importa. (…)
Pero la respuesta de los golpistas es atroz, inmoral, dantesca. Disparan gases lacrimógenos, disparan balas, desplazan sus tanquetas y los féretros quedan en el piso, envueltos en una nube de gases escoltados por gente que se arrodilla y se arriesga a la asfixia antes que abandonarlos.
”No respetan ni a los muertos” grita la gente. No es una frase de protesta, es una sentencia histórica. (…)
La brutalidad de los golpistas hoy obtiene el miedo de la gente, pero ha abierto las puertas de un resentimiento generalizado. Las suturas con las que las seculares grietas clasistas, regionales y raciales habían sido cerradas han estallado por los aires dejando unas heridas sociales sangrantes. Hoy hay odio por todos lados, de unos contra otros. Las clases medias tradicionales quisieran ver el cadáver de Evo arrastrado por las calles, como el del expresidente Villarroel en 1946. Las clases plebeyas quisieran ver a los ricos cercados en sus barrios padeciendo de hambre por la falta de alimento.
Una nueva guerra de razas anida en el espíritu de un país desgarrado por la felonía de una clase que halló en el prejuicio colonial de superioridad la defensa de sus privilegios. (…)
Pero esto no ha limitado un hecho relevante de las estructuras de clases sociales y de los procesos de hegemonía política: la irradiación estatal de las clases medias. En sentido estricto el Estado es, en su regularidad, el monopolio del sentido común de una sociedad. En tanto que el poder político es, con mucho, la creencia y convicción de unos del poder de otros, es en cierto modo también un tipo de sensación intersubjetiva. Se trata del espeso mundo de las narraciones profundas con efecto estatal. La “opinión pública”, esto es, las narrativas, símbolos y sentidos de comprensión de la legitimidad que pugna por realinear el sentido común político, en gran parte es concentrada por las clases medias tradicionales por disposición de tiempo, recursos y especialización laboral.
En Bolivia, el ascenso social de nuevas clases medias indígena-populares ha venido acompañado por nuevas narrativas y sentidos de realidad pero no con la suficiente solidez como para irradiarse o contraponer la racialización del discurso de las clases conservadoras y ser soporte de una nueva “opinión pública” predominante. Las clases medias tradicionales poseen la experiencia en las formaciones discursivas y en los sedimentos históricos del sentido común dominante, lo que les ha permitido expandir retazos de su modo de ver el mundo más allá de la frontera de clase, incluso en partes de las nuevas clases medias y sectores populares. De hecho, la nueva clase media más que una clase social con existencia pública movilizada es una clase estadística, es decir, aún no es una clase con irradiación estatal. (…)
Mientras tanto, el fascismo cabalga como un jinete enloquecido al interior de las murallas de los clásicos barrios de clase media. Ahí, la cultura y las razones han sido erradicadas sin disimulo por el prejuicio y la revancha. Y parece ser que solo el estupor fruto de un nuevo estallido social o de la debacle económica que asoman en el horizonte, producto de tanto odio y destrucción, podrá agrietar tanta irracionalidad escupida como discurso.