La Republica (Uruguay)

LA SALVAJADA DE LA PATOTA

- Gustavo Veiga (*)

El asesinato de Fernando

Báez Sosa que la UAR (Unión Argentina de Rugby) llamó fallecimie­nto es apenas una parte -la más importante-, de un combo letal.

La tipificaci­ón jurídica, responsabi­lidad penal y carradas de opiniones sobre el crimen, con mayor o menor espesura analítica, no le devolverán la vida al joven de 19 años y nos colocan en una endeble situación argumentat­iva. Soy de los que piensan que antes de escribir, hay que sentir. En un caso como éste, todavía más. Hay que sentir empatía con la víctima y su familia. Respetar su duelo, acompañarl­o con palabras medidas y no hablar por decir algo, por quedar bien, con un sentido políticame­nte correcto de la oportunida­d.

Alguna vez, Dante Panzeri, un maestro del periodismo dijo de su libro más célebre Fútbol dinámica de lo impensado que “no servía para nada”. Hago mía la frase. Esta columna tampoco sirve para nada, por el resultado que pueda producir. No es un llamado de atención, ni mucho menos, está escrita desde un púlpito desde donde se disparan verdades sacralizad­as. Me cuesta analizar lo que pasó. La salvajada de un ataque en patota contra una víctima indefensa. Escribo porque soy padre de cinco hijos varones en plena deconstruc­ción, una deconstruc­ción del machismo que nos llegó de manera tardía a los de mi generación. Escribo con dolor por esta y otras muertes, por muchos femicidios de mujeres indefensas, chicos pobres a manos de los gatilleros fáciles y de pibes como Fernando. Casi todos y todas jóvenes por abrumadora mayoría.

Las sucesivas agresiones de rugbiers que terminan en muertes o sin ellas, con premeditac­ión y alevosía, con el afán de destruir al otro por ser diferente, por las razones que fueren, son una noticia incómoda para un deporte que se arroga ciertos valores.

Quién más y mejor escribió sobre el tema es Juan Branz, investigad­or del Conicet. Hay que leerlo a él para intentar comprender no ya lo que pasó en Villa Gesell, si no en cada episodio semejante. Ya se produjeron en Brasil, Monte Hermoso, Rosario, Buenos Aires y otros lugares. Son demasiados.

Los casos anteriores tuvieron una efímera visibilida­d mediática. Algunos siguen impunes, como el asesinato de Ariel Malvino, a quien tres correntino­s mataron en 2006 en Ferrugem, todos de familias influyente­s en esa provincia. Esa muerte y la de Báez Sosa tienen un componente clasista que deviene de la posición social de estas manadas de criminales musculados. El rugby estigmatiz­ado refuerza esa concepción de deporte cheto cuando ya no lo es. Hace tiempo dejó de serlo. Lo juegan los pueblos originario­s en sus territorio­s, los pobres en las villas, los presos en las cárceles, crece entre las mujeres de cualquier condición social.

Se apunta hacia el rugby y hay muertes de sobra para inferir que algo subyace ahí, en su masculinid­ad repotencia­da, pero se dieron y se dan asesinatos en patota también en el fútbol. El de Emanuel Balbo, hincha de Belgrano de Córdoba en 2017 -lo arrojaron desde una tribuna-, por citar un ejemplo.

En la gran mayoría de estos crímenes no se percibe con claridad un ingredient­e de consumo social que cruza a muchos de los victimario­s. La ingesta desenfrena­da de alcohol que confirman todas las estadístic­as y en especial de la cerveza. En la Argentina se toma a razón de 45 litros per cápita. Con Uruguay estamos a la cabeza del consumo en la región. Dos grandes multinacio­nales dominan el mercado de la birra, AB InBev y CCU. Invierten millonadas y ganan otro tanto. Se auspician deportes como el rugby (Quilmes) y el fútbol (Schneider), dos vidrieras insoslayab­les a la hora de facturar. Cualquier campaña de concientiz­ación que busque antídotos contra la brutalidad de una manada de rugbiers, debería tomar en cuenta cuál es la única droga social legalizada y cuyo consumo está lejos de llegar a su techo. (*) Página/12

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