La intratable fractura racial
Varsovia— Los problemas internos de Estados Unidos persiguen al presidente Barack Obama allí adonde va.
No hay reunión con líder extranjero en la que éste no le pregunte por el candidato republicano a sucederle, Donald Trump. La muerte esta semana de dos hombres afroamericanos por disparos de la Policía, en Luisiana y Minnesota, y la matanza de cinco policías en Dallas (Texas), marcan la gira por Europa, posiblemente la última antes de abandonar el cargo en enero de 2017. Obama está en Varsovia, desde donde el sábado por la noche debe volar a Sevilla, pero su mente ya se encuentra en otro lugar: en un país en el que la tensión racial convoca fantasmas de fractura social y deriva violenta.
Los más optimistas creyeron que, con la victoria de un afroamericano en las elecciones presidenciales de 2008, Estados Unidos entraría en un periodo postracial. Si el comandante en jefe era afroamericano, el color de la piel dejaría de importar y el racismo, el mal fundacional de este país, quedaría reducido a la marginalidad. Obama nunca creyó en estas fantasías. Los hechos se encargaron de desmentirlas. Los años de Obama han sido años de desigualdades económicas que las minorías sufren con saña. También de una sucesión de episodios de violencia policial contra personas afroamericanas, episodios conocidos gracias a la facilidad del acceso a teléfonos con cámaras y a la difusión en las redes sociales.
Obama, como afroamericano que ha sufrido discriminación en el pasado y al que algunos conciudadanos siguen viendo como un extranjero, ha asumido un papel delicado. Se ha esforzado en ser el presidente de todos los ciudadanos de Estados Unidos, independientemente de su raza, etnia o credo. Al mismo tiempo, cada vez que se conocen noticias de un nuevo asesinato por los disparos de la Policía, es capaz de ponerse en la piel de las víctimas como ningún político blanco habría podido hacer. Otro equilibrio: debe aparecer como defensor de los derechos civiles –el movimiento Black Lives Matter, es el último eslabón en la cadena de luchas por los derechos de los afroamericanos– y al mismo tiempo defender la honorabilidad de la mayoría de policías que de buena fe preservan el orden público.
La concatenación de explosiones violentas –las muertes de afroamericanos por disparos de la Policía en Luisiana y Minnesota y el ataque orquestado contra policías en Dallas, capital oficiosa de la violencia política en Estados Unidos— crea una dinámica inédita en años recientes. Ocurre en medio de una campaña electoral en la que uno de los candidatos atiza los resentimientos contra las minorías. Conviene recordar que el magnate Trump puso los fundamentos de su carrera política, años antes de anunciar su candidatura, cuestionando que el presidente realmente hubiese nacido en Estados Unidos y estuviese legitimado para ejercer su cargo, una teoría conspirativa con indisimulados ecos racistas.
Obama cruza el Atlántico para ayudar a pacificar una Europa fracturada por el referéndum británico y las incertezas sobre el proyecto común, y se ve atrapado por las perturbadoras noticias que llegan de su país. Los intratables problemas internos –la violencia policial, el fácil acceso a armas bélicas, el populismo desenfrenado– condicionan la influencia de la primera potencia mundial.
Toda política local es global.
Los más optimistas creyeron que con la victoria de un afroamericano en 2008, Estados Unidos entraría en un periodo postracial