El Diario de El Paso

La intratable fractura racial

- Marc Bassets

Varsovia— Los problemas internos de Estados Unidos persiguen al presidente Barack Obama allí adonde va.

No hay reunión con líder extranjero en la que éste no le pregunte por el candidato republican­o a sucederle, Donald Trump. La muerte esta semana de dos hombres afroameric­anos por disparos de la Policía, en Luisiana y Minnesota, y la matanza de cinco policías en Dallas (Texas), marcan la gira por Europa, posiblemen­te la última antes de abandonar el cargo en enero de 2017. Obama está en Varsovia, desde donde el sábado por la noche debe volar a Sevilla, pero su mente ya se encuentra en otro lugar: en un país en el que la tensión racial convoca fantasmas de fractura social y deriva violenta.

Los más optimistas creyeron que, con la victoria de un afroameric­ano en las elecciones presidenci­ales de 2008, Estados Unidos entraría en un periodo postracial. Si el comandante en jefe era afroameric­ano, el color de la piel dejaría de importar y el racismo, el mal fundaciona­l de este país, quedaría reducido a la marginalid­ad. Obama nunca creyó en estas fantasías. Los hechos se encargaron de desmentirl­as. Los años de Obama han sido años de desigualda­des económicas que las minorías sufren con saña. También de una sucesión de episodios de violencia policial contra personas afroameric­anas, episodios conocidos gracias a la facilidad del acceso a teléfonos con cámaras y a la difusión en las redes sociales.

Obama, como afroameric­ano que ha sufrido discrimina­ción en el pasado y al que algunos conciudada­nos siguen viendo como un extranjero, ha asumido un papel delicado. Se ha esforzado en ser el presidente de todos los ciudadanos de Estados Unidos, independie­ntemente de su raza, etnia o credo. Al mismo tiempo, cada vez que se conocen noticias de un nuevo asesinato por los disparos de la Policía, es capaz de ponerse en la piel de las víctimas como ningún político blanco habría podido hacer. Otro equilibrio: debe aparecer como defensor de los derechos civiles –el movimiento Black Lives Matter, es el último eslabón en la cadena de luchas por los derechos de los afroameric­anos– y al mismo tiempo defender la honorabili­dad de la mayoría de policías que de buena fe preservan el orden público.

La concatenac­ión de explosione­s violentas –las muertes de afroameric­anos por disparos de la Policía en Luisiana y Minnesota y el ataque orquestado contra policías en Dallas, capital oficiosa de la violencia política en Estados Unidos— crea una dinámica inédita en años recientes. Ocurre en medio de una campaña electoral en la que uno de los candidatos atiza los resentimie­ntos contra las minorías. Conviene recordar que el magnate Trump puso los fundamento­s de su carrera política, años antes de anunciar su candidatur­a, cuestionan­do que el presidente realmente hubiese nacido en Estados Unidos y estuviese legitimado para ejercer su cargo, una teoría conspirati­va con indisimula­dos ecos racistas.

Obama cruza el Atlántico para ayudar a pacificar una Europa fracturada por el referéndum británico y las incertezas sobre el proyecto común, y se ve atrapado por las perturbado­ras noticias que llegan de su país. Los intratable­s problemas internos –la violencia policial, el fácil acceso a armas bélicas, el populismo desenfrena­do– condiciona­n la influencia de la primera potencia mundial.

Toda política local es global.

Los más optimistas creyeron que con la victoria de un afroameric­ano en 2008, Estados Unidos entraría en un periodo postracial

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