No hay que confundir la inteligencia con el valor humano
Chicago— Un reciente ensayo en la revista ‘The Atlantic’, titulado ‘The War on Stupid People’, debe hacernos reflexionar sobre la naturaleza de la ‘estupidez’. El diccionario indica que la estupidez es una ‘conducta que muestra falta de sensatez o buen criterio; la calidad de ser estúpido o no inteligente’.
Vale la pena reflexionar sobre el término cuando las publicaciones mediáticas de élite, que sientan el tono de los medios dominantes, abordan el tema del valor intrínseco del individuo en la sociedad.
La premisa del redactor, David H. Freedman, de que los dotados intelectualmente se están llevando recompensas crecientemente mayores y que cada vez confundimos más la inteligencia con el valor humano, merece una consideración atenta.
Freedman señala que los resultados de los exámenes SAT se utilizan para escoger solicitudes de trabajo y que muchos de los súper inteligentes van en masa a Silicon Valley, con el objetivo de automatizar los pocos puestos de trabajo, como manejar vehículos y hacer entregas, que son aun accesibles para individuos sin título universitario.
Freedman también se queja de que: ‘Incluso en esta época de desenfrenada preocupación por las microagresiones y la victimización, no cuidamos en absoluto a los no listos. Individuos que se tirarían por un precipicio antes de utilizar un término peyorativo para la raza, la religión, la apariencia física o las discapacidades están dispuestos a echar alegremente la bomba–estúpido: En verdad, degradar a los demás por ser estúpidos se ha convertido en algo casi automático en toda forma de desacuerdo’.
Y sin embargo... tal vez Freedman protesta demasiado.
En todos los datos que presenta sobre estudios longitudinales del Cociente Intelectual y su relación con la capacidad de un individuo de obtener un puesto de trabajo bien remunerado –o la probabilidad de volverse obeso, sufrir ciertos tipos de enfermedad mental y acabar en la cárcel– Freedman no distingue claramente entre baja capacidad intelectual, calificaciones mediocres, resultados de SAT no excepcionales y las opciones de vida alternativas que no giran en torno a la obtención de un ‘buen trabajo’.
No todos desean el tipo de ‘trabajos buenos’ que se ofrecen en la actualidad.
Lamentablemente, es cierto que la realidad de la actual ‘economía de la información’ prácticamente requiere un título universitario a fin de acceder a puestos de alta tecnología y buena remuneración. Según nuevas investigaciones del Center on Education and the Workforce, de Georgetown University, de los 11.6 millones de puestos de trabajo creados en la economía posterior a la recesión, 11.5 millones fueron a parar a trabajadores que contaban por lo menos con algo de educación universitaria. De esos puestos, 8.4 millones fueron a trabajadores con título de bachiller universitario o más alto, y el aumento de puestos para trabajadores con título de secundaria o menos fue sólo de 80 mil, en la recuperación.
Pero que a una persona no le vaya bien en la escuela o en la economía no significa que esa persona sea estúpida. No desear ir a la universidad no significa necesariamente que uno tenga un intelecto deficiente. Son suposiciones que puede hacer alguien que desprecia a los demás por lo que percibe como falta de inteligencia, que confunde con no ser capaz de pasar por las pruebas educativas para lograr una vida de clase media.
Hay muchas personas que no desean adoptar una vida de deudas por un título universitario, que podría ayudarlas o no a obtener trabajo. Otros desean fabricar algo con sus manos o interactuar con otros seres humanos y no con computadoras. Y eso debe ser aceptado.
Promover altos niveles de inteligencia, preparar a los niños a alcanzar el nivel más alto de éxito académico posible, y proporcionar excelentes oportunidades de educación a todos los estudiantes son medidas de importancia fundamental para el progreso de nuestra nación. Y esos objetivos son importantes en sí mismos, no simplemente para el propósito de tener un trabajo bien remunerado.
El ensayo de Freedman tuvo repercusión y ha habido comentaristas que analizan si la inteligencia realmente es un factor en las inequidades de nuestra nación y si el Gobierno puede reducir los estragos de la automatización en los puestos manufactureros por medio de, por ejemplo, ‘[proporcionar] incentivos a las empresas que resisten la automatización, preservando por ese medio puestos para los menos listos’.
Uno puede discutir todas las pruebas que Freedman presenta y aún así estar de acuerdo con su conclusión: ‘Debemos... comenzar a moldear nuestra economía, nuestras escuelas, incluso nuestra cultura con un ojo [puesto] en las capacidades y necesidades de la mayoría, y en todo el espectro de la capacidad humana’. Claro que debemos hacerlo. En verdad, la actual revolución política populista se funda en una crítica de las empresas por enviar puestos de trabajo manufactureros a países de mano de obra barata y de los capitalistas de riesgo por hacer dinero con la tecnología, que excluye a los seres humanos del mercado laboral.
Pero modificar la sociedad requiere que los grandes pensadores y gobernantes de nuestro país respeten la realidad de que la inteligencia baja y la renuencia a perseguir esa lucha competitiva, que requiere un título universitario, son aspectos que no van necesariamente unidos.