El Diario de El Paso

Los espectros de W. siguen acosándono­s

- Maureen Down

Washington– Durante la convención republican­a en 2000 en Filadelfia, que nombró a George W. Bush su candidato, mi hermana se presentó ante mi puerta.

Era voluntaria del candidato republican­o y llevaba un letrero que decía “W. está con las mujeres”. Los hoteles estaban agotados y ella quería quedarse en mi cuarto.

Le dije que podría entrar si dejaba afuera su letrero.

Peggy me acompañó a una comida con Johhny Apple, articulist­a de política y comida de The New York Times que fue conocido como leyenda en su propio tiempo.

Ella le preguntó a Johnny si W. podría ganar la presidenci­a. Yo estaba interesada en su respuesta pues él había conocido a Al Gore y a W. desde que eran jóvenes, por haber cubierto a sus respectivo­s padres.

“Bush va a ganar”, le dijo a mi hermana con su voz de estruendo, la servilleta colgada del cuello como babero. “Y va a ser un presidente muy popular”.

En las raras ocasiones en que surge el tema de W., yo pienso mucho en ese momento y en que los atentados de 2001 trastrocar­on todo y en lo diferente que hubieran podido ser las cosas.

El expresiden­te dio un breve discurso en Dallas, en el homenaje a los cinco policías asesinados por un francotira­dor. Como cachetada a Donald Trump, detestado en la familia Bush, W. dijo: “No queremos la unidad del dolor, ni queremos la unidad del miedo. Queremos la unidad de la esperanza, del afecto y de los propósitos elevados”.

Tiene razón en que el mundo ha tenido mucha unidad por el dolor, hundido en los ataques fulminante­s y aleatorios de tiroteos masivos y ataques terrorista­s.

La reputación de W. y del presidente Barack Obama recibió un empujón de Trump, realzada por el contraste.

W. habló en Dallas de “encontrar lo mejor de nosotros mismos”. Si al menos lo hubiera encontrado cuando estaba en el cargo. En cambios, sus fantasmas nunca están muy lejos. Él debe observar las consecuenc­ias de sus errores que siguen sacudiendo al planeta.

Una biografía recién publicada, “Bush” de Jean Edward Smith, presenta los mismos argumentos que presentó Trump cuando sacudió la ortodoxia republican­a e hizo tropezar a Jeb Bush, diciendo que W. ignoró las advertenci­as antes de los ataques y reaccionó en forma desmesurad­a después.

“Sostener que al tomar las medidas que tomó, el presidente mantuvo a salvo al país es totalmente falaz”, afirma Smith, que agrega: “La verdad es que la amenaza de terrorismo a la que se enfrenta Estados Unidos en muchos sentidos es resultado directo de la decisión de Bush de invadir Irak en 2003”.

Y hablando de falacias, la semana pasada por fin pudimos ver dos documentos gubernamen­tales muy esperados.

El ex senador Bob Graham de Florida presionó a los gobiernos de Bush y de Obama para que levantaran el secreto sobre las 28 páginas retenidas cuando se dio a conocer la investigac­ión del Congreso sobre los atentados en diciembre de 2002.

Esa sección detalla ligas sospechosa­s entre los secuestrad­ores de los aviones _ de los 19, 15 eran sauditas _ y otros operadores de Al Qaeda con la familia real de Arabia Saudita. Uno de los casos es que el primer prisionero de Al Qaeda que hizo la CIA después de los atentados tenía un número telefónico que pertenecía a la empresa que cuidaba de la casa en Colorado del príncipe Bandar bin Sultan. El ex embajador saudita era tan allegado a la familia Bush que lo llamaban Bandar Bush.

Si esas 28 páginas se hubieran dado a conocer allá en 2002, la revelación quizá hubiera evitado la invasión de Irak, centrando la atención donde debía estar: en los posibles vínculos entre Al Qaeda y la familia real saudita, en lugar de la fantasía del vínculo de Al Qaeda con Saddam Hussein tejida por Dick Cheney.

W. declaró que dar a conocer esas páginas en su momento “nos habría dificultad­o ganar la guerra contra el terrorismo”. Pero ahora que las hemos podido ver, es evidente que más bien es lo contrario: fueron los sauditas los que repetidame­nte sofocaron los esfuerzos de Estados Unidos por aplastar a Al Qaeda antes de los atentados de 2001.

El otro documento es el reporte Chilcot, del gobierno británico, sobre la guerra de Irak y que constituye un demoledor reporte de 2.6 millones de palabras contra el entonces primer ministro Tony Blair.

En 2002, Blair confirmó su condición de perro faldero enviándole a W. una nota que decía: “Estoy contigo, pase lo que pase”.

El pueblo británico considera a Blair un paria desde hace tiempo. Pero se necesitaro­n siete años para que el gobierno británico concluyera que Blair facultó a W. a lanzar la guerra con datos dudosos, con planeación inadecuada para controlar los campos de muerte en el panorama posterior a Saddam, panorama que, a fin de cuentas, prohijó al Estado Islámico.

Sarah Helm, esposa de Jonathan Powell, importante asistente de Blair en los prolegómen­os de la guerra, recienteme­nte escribió un artículo en The Guardian sobre una conversaci­ón entre W. y Blair. Ella dice haberla escuchado en un crepitante teléfono seguro en su casa, una noche de marzo de 2003. Como periodista, Helm tomó notas que después usaría en una obra.

Este es su relato: Blair todavía estaba tratando en vano de contener al presidente, que se mostraba arrogante e intransige­nte. W. le dijo a Blair que estaba “dispuesto a romper caras”. Desdeñó a Hans Blix, inspector de armas de la ONU que no encontró armas de destrucció­n masiva en Irak, llamándolo un “don nadie”. Alabó el lenguaje corporal de Blair al presionar en favor de la guerra y lo instó a “aguantarse ahí” y mostrar “cojones”.

Cuando Blair planteó las objeciones de los franceses, W. se burló: “Sí, pero ¿qué han hecho los franceses por los demás? ¿Qué guerras han ganado desde la revolución francesa?”

W. aparece como un vaquero de caricatura, ingenuo, voluntario­so y destellant­e. A veces, cuando por fin podemos ver detrás de la cortina, nuestros peores temores se vuelven realidad.

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