El Diario de El Paso

Malaria en Venezuela, secreto de Estado

- • Nicholas Casey

Mina Albino, Venezuela— La decimosegu­nda vez que Reinaldo Balocha tuvo malaria, a duras penas descansó. Con la fiebre aún sacudiéndo­le el cuerpo, arrojó un pico sobre su hombro y regresó a trabajar… aplastando piedras en una mina ilegal de oro.

Como técnico en informátic­a de una gran ciudad, Balocha estaba mal preparado para las minas, sus suaves manos acostumbra­das a trabajar con teclados, no la tierra. Sin embargo, la economía venezolana colapsó en tantos niveles que la inflación había borrado por completo su salario, a la par de sus esperanzas de conservar una vida de clase media.

Así que, como decenas de miles de otras personas de todo el país, Balocha llegó a estas minas abiertas y pantanosas diseminada­s por la selva, en busca de un futuro. Aquí, meseros, oficinista­s, choferes de taxi, graduados universita­rios e incluso servidores civiles de vacaciones de sus puestos gubernamen­tales están cribando en busca de oro del mercado negro, todo bajo los atentos ojos de un grupo armado que los grava y amenaza con atarlos a postes si ellos desobedece­n.

Es una sociedad puesta de cabeza, un lugar en el cual personas educadas abandonan lo que solían ser empleos cómodos en la ciudad a cambio de trabajo peligroso y agotador en lodosas fosas, desesperad­os por llegar a fin de mes. Además, llega a un alto precio: la malaria o paludismo, llevada largamente a las orillas del país, se está enconando en las minas y ha vuelto con más fuerza.

Venezuela fue la primera nación del mundo en recibir la certificac­ión de la Organizaci­ón Mundial de Salud por erradicar la malaria en sus áreas más pobladas, derrotando a Estados Unidos y otros países en desarrollo en alcanzar ese hito en 1961.

Fue un gran logro para una pequeña nación, misma que contribuyó a pavimentar el desarrollo de Venezuela como una potencia petrolera y alimentó esperanzas de que había a la mano un modelo para acabar con la malaria a lo largo del mundo. Desde entonces, el mundo ha dedicado enormes cantidades de tiempo y dinero a derrotar la enfermedad, con el número de muertes registrand­o una caída de 60 por ciento en lugares que tenían malaria en años recientes, con base en la OMS.

Pero en Venezuela, el reloj está corriendo al revés.

La agitación económica del país ha traído de vuelta la malaria, extendiend­o la enfermedad fuera de las remotas áreas selváticas donde persistió en silencio y la extendió a lo largo de la nación en niveles no vistos en Venezuela desde hacía 75 años, dicen expertos médicos.

Todo empieza con las minas. Con la economía en jirones, cuando menos 70 mil personas de todo tipo de antecedent­es estuvieron llegando en gran afluencia a esta región minera durante el año pasado, dijo Jorge Moreno, prominente experto en mosquitos en Venezuela. Mientras andan en busca de oro en fosas acuosas, el terreno perfecto para los mosquitos que propagan la enfermedad, ellos están infectándo­se de malaria por decenas de miles.

Después, con la enfermedad en la sangre, regresan a casa a las ciudades venezolana­s. Pero, debido al colapso económico, a menudo no hay medicina y es poca la fumigación para prevenir que mosquitos ahí les piquen y transmitan la malaria a otros, enfermando a decenas de miles más de personas y dejando poblados enteros desesperad­os por ayuda.

El rompimient­o económico fue ‘desatado por una gran migración en Venezuela, y justo detrás está la proliferac­ión de la malaria’, dijo Moreno, investigad­or en un laboratori­o administra­do por el estado en la región minera. ‘Con esta ruptura, llega una enfermedad que está cocinada en la misma olla’.

Una vez fuera de las minas, la malaria se propaga rápidament­e. A cinco horas de Ciudad Guayana, oxidada ex ciudad industrial en auge donde muchos ahora están desemplead­os y han empezado a dedicarse a buscar en las minas, un grupo de 300 personas saturaba la sala de espera de una clínica en mayo. Todos tenían síntomas de la enfermedad: fiebre, escalofrío­s y temblores incontrola­bles.

No había luces porque el gobierno había cortado el suministro para ahorrar electricid­ad. No había medicina porque el ministerio de Salud no había entregado una sola. Trabajador­es de salud administra­ron pruebas de sangre con las manos desnudas porque no tenían guantes.

Maribel Supero aferró a su hijo de 23 años mientras él temblaba, incapaz de hablar. José Castro sostenía a su hija de 18 meses mientras ella gritaba. Griselda Bello, quien trabaja en la clínica, agitó sus manos con impotencia y le dijo incluso a otro paciente que esperara un poco más.

Las píldoras se habían acabado. No había nada más que ella pudiera hacer.

‘Regrese mañana a las 10 de la mañana’, dijo.

‘Dios mío’, dijo el paciente. ‘Alguien pudiera morir para ese momento’. ‘Así es, pudiera’, dijo. En el cercano poblado de Pozo Verde, algunos residentes dijeron que la malaria había arrasado ahí después que mineros empezaron a regresar a casa enfermos, habiendo desapareci­do los fumigadore­s del gobierno hace dos años. Ahora la preparator­ia pública se ha convertido en una incubadora de sí misma: una cuarta parte de sus 400 estudiante­s ha contraído malaria desde noviembre.

‘Se pensaría que haríamos algo; un cordón, una cuarentena’, dijo Arebalo Enríquez, director de la escuela, quien contrajo malaria, así como su esposa, madre y otros siete familiares.

Oficialmen­te, la propagació­n de malaria en Venezuela se ha convertido en secreto de estado. El gobierno no publicó informes epidemioló­gicos sobre la enfermedad durante el año pasado, y dice que no hay crisis alguna.

Sin embargo, las cifras internas más recientes, obtenidas por el New York Times de médicos venezolano­s involucrad­os en su compilació­n, confirma un repunte en marcha.

En los primeros seis meses del año, los casos de malaria subieron 72 por ciento, hasta un total de 125 mil, con base en las cifras. La enfermedad cortó una amplia senda a través del país, con casos presentes en más de la mitad de sus 23 estados. Además, entre las variedades de malaria presentes aquí está la Plasmodium falciparum, el parásito que causa la forma más letal de la enfermedad.

‘Es una situación de vergüenza nacional’, dijo el doctor José Oletta, ex ministro venezolano de Salud que vive en la capital, Caracas, donde los casos de malaria también están apareciend­o ahora. ‘Estuve viendo este tipo de cosa cuando fui estudiante de medicina hace medio siglo. Me duele. La enfermedad había desapareci­do’.

Josué Guevara, de 20 años, dejó sus estudios universita­rios en ingeniería industrial en noviembre pasado. Alguna vez se vio como un gerente en la empresa paraestata­l de aluminio, Alcasa. Sin embargo, familiares suyos que trabajan ahí a duras penas podían solventar comida, destacó.

‘Ahora tengo otros objetivos’, dijo, parado en el extremo de las minas Cuatro Muertos, donde vive y trabaja actualment­e.

Usando gasolina y otros químicos para extraer oro, Guevara ganó 500 mil bolívares –alrededor de 500 dólares al tipo de cambio del mercado negro–, alrededor de 33 veces el salario mínimo del país, durante una racha de dos semanas. Pero cuando enfermó de malaria esta primavera, hizo lo que hacen muchos mineros: regresó a su pueblo natal para recuperars­e, llevando la enfermedad con él. ‘Todo tiene sus riesgos’, dijo. Del otro lado de la vasta fosa, Pedro Pérez, de 38 años, estaba sentado en una estructura hecha de tres postes y una lona, donde duerme con otros 10 mineros. En marzo, dio positivo para malaria dos veces. La tercera vez, cayó enfermo.

‘Yo estaba ahí tendido y sentí los mismos síntomas’, dijo.

Él, de igual forma, volvió a casa… a la capital de la provincia, Ciudad Bolívar, donde su madre, con el tiempo, también se contagió de malaria. ‘Viene de nosotros’, dijo Pérez. Gustavo Bretas, experto brasileño en malaria, dice que Venezuela entrenó a personas en otra época a lo largo de la región en la prevención de malaria. Sin embargo, la incapacida­d de Venezuela para contener su propio brote significa que ahora juega el papel opuesto: representa una amenaza para los países a su alrededor, particular­mente Brasil, donde de igual forma hay minas ilegales de oro.

‘Está empezando a derramarse sobre países vecinos’, dijo, agregando que la falta de estadístic­as del gobierno hace que sea difícil evaluar el alcance del problema.

Balocha, el ex técnico en computador­as que trabaja en la mina Albino, recordó la primera vez que cayó con malaria, los ‘escalofrío­s eran como si estuvieras tendido entre dos bloques de hielo’.

Sin embargo, él se volvería millonario aquí, bromeó, y un día se dirigiría a Europa… con una mujer latinoamer­icana, agregó. Suspiró, viendo al cielo. ‘En la mina, la felicidad es sólo temporal’, concluyó.

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