México siente profundamente la pérdida de una estrella y se pone a cantar
Ciudad de México – Empezaron a llegar poco después de que se dio a conocer la noticia el domingo por la tarde: parejas, familias y personas solas que buscaban el compañerismo de otros que sentían tan profundamente como ellas. La cantidad aumentó a lo largo del día y, para las 10 p.m., había cientos – jóvenes y viejos, ricos y pobres – apiñados en torno a la estatua del cantautor mexicano Juan Gabriel, en el centro histórico de la Ciudad de México.
Un trompetista tocó unas cuantas notas de una canción de Juan Gabriel y la multitud siguió cantando al unísono. Alguien gritó el título de otra y el resto tomó el pie. Así continuó toda la noche.
Por toda la capital y el resto de México, los admiradores realizaron vigilias y celebraciones espontáneas para rendir homenaje a la vida de Juan Gabriel, quien murió el domingo en California, a los 66 años. Restaurantes y bares cambiaron sus listas de reproducciones para poner su música. Hubo músicos que se reunieron en las esquinas a tocar de su voluminoso cancionero, lo que atrajo a grupos de extraños.
Es difícil exagerar la popularidad de Juan Gabriel en México, cuya música toca una vena profundamente sentimental en la cultura mexicana. Su atractivo trascendió los límites regionales, raciales y de clase en una sociedad por lo demás estratificada y fraccionada. Su música se toca en las fiestas de cumpleaños de los niños y en los aniversarios de boda de los pensionados. Proporciona la banda sonora para las ocasiones jubilosas, tanto como para el desamor.
Si bien es posible que no exista la analogía perfecta en el firmamento de los héroes musicales estadounidenses y europeos, la efusión nacional que ha seguido a su muerte trajo a la mente los homenajes instantáneos y las respuestas a la muerte de Michael Jackson, Prince y David Bowie.
Y como esos artistas, Juan Gabriel desafió las convenciones sexuales de la corriente dominante. Fue un intérprete exuberante que prefería atuendos cubiertos de lentejuelas o de seda brillante, en colores resplandecientes como el amarillo y el rosa eléctrico. Se creía ampliamente que era gay, aunque nunca lo confirmó ni lo negó. Cuando alguna vez le preguntaron en una entrevista por televisión si era gay, respondió: “Dicen que no se pregunta lo obvio”.
A pesar de la prevaleciente cultura machista y homofóbica de México, hombres y mujeres lo adoraban por igual.
“Nunca ocultó su preferencia sexual, pero nunca fue explícito al respecto”, notó Chuco Mendoza, de 59 años, un bajista en la Ciudad de México. “Era auténtico. Nunca le vi ninguna pose”.
Mendoza, como casi todos los mexicanos, creció escuchando a Juan Gabriel en la radio y viéndolo en la televisión.
“Fue un baladistas cuyas palabras eran sencillas y directas”, notó Mendoza. “Hablaba el mismo lenguaje que la gente común y se podía identificar con ellas”. Agregó: “Su armonía no era complicada, pero era pegajosa y prendía en la conciencia de la gente”.
Andrés Topete, de 38 años, un taxista de la Ciudad de México, quien estuvo ante la estatua de Juan Gabriel en la Plaza Garibaldi el lunes por la mañana, dijo que había “verdad” en las canciones del artista.
“Tienes que escuchar las canciones, y encontrarás algo con lo que identificarte”, notó.
Las expresiones que se extraen de las letras de Juan Gabriel han entrado en el léxico popular de México, y muchas personas repitieron algunas de sus frases más conocidas, conforme se propagaron las conmemoraciones en los medios sociales después de su muerte.
Su base de fans se extiende por toda América Latina y el mayor mundo de habla hispana. Los inmigrantes en Estados Unidos se llevaron con ellos sus canciones y se presentó en lugares donde se agotaban las localidades al norte de la frontera, acompañado por mariachis completos, una orquesta y su característica maestría escénica. Cuando murió, se encontraba en medio de una gira estadounidense llamada “Mexico Is Everything” (México lo es todo) y estaba programado un concierto en El Paso, Texas, el domingo por la noche.
En particular, se granjeó el cariño de los mexicanos más pobres porque, en parte, ellos se identificaban con su vida temprana en la pobreza y su ascenso a la fama gracias a su propio esfuerzo.
Nació como Alberto Aguilera Valadez, hijo de campesinos, y fue el más chico de 10 hermanos. Cuando era bebé, a su padre, Gabriel Aguilera, lo internaron en un hospital mental. Su madre se llevó a la familia a la dura Ciudad Juárez en la frontera, al otro lado de El Paso. No podía cuidarlo y lo colocó en un orfanatorio cuando era pequeño.
A los 14 años, se escapó del orfanato y empezó a componer música, vendía chucherías y galletas en la calle y, después, tocó en los bares de la ciudad. En busca de la fama, se fue a la Ciudad de México donde pasó más de un año en la cárcel, acusado falsamente de robar una guitarra.
Sin embargo, dice la leyenda que la famosa cantante de ranchero Enriqueta Jiménez lo escuchó y convenció a sus productores para que lo contrataran. Para cuando tenía 21 años, ya había sacado su primer álbum.
Se convirtió en un defensor de los niños huérfanos, fundó un orfanato en Juárez y actuó en conciertos de beneficencia por los hogares infantiles de México.
Al preguntársele por qué el cantante pudo unificar a gran parte del país, María Guadalupe Soto, de 68 años, quien también se encontraba en la estatua el lunes, respondió: “Le voy a decir por qué; por el puro corazón, porque fue una persona muy humanitaria y fue muy bondadoso”.
Soto dijo que había estado con el cantante en varias ocasiones por su esposo ya muerto, un sastre que se especializaba en hacer trajes para los cantantes de mariachis y quien hizo tres para un joven Juan Gabriel en los 1970.
“En las profundidades de mi corazón”, dijo ella, “siento tristeza”.
También fue un director de orquesta muy exigente que tenía un ritmo de trabajo agotador y desafiaba a sus músicos con composiciones que abarcaban muchos géneros musicales distintos.
“Sabía perfectamente lo que quería para su espectáculo”, dijo Baldomero Jiménez, de 44 años, un pianista que salió de gira con Juan Gabriel a principios de los 2000 y fungió como director del coro. “Tenía que ser firme para mantener a ‘Juan Gabriel’ durante tantos años”.
Sus conciertos eran grandes espectáculos con muchísima energía, donde se reunían mexicanos de todas las clases bajo el mismo techo, que cantaban y bailaban juntos.
“Para la tercera canción, a nadie le quedaba ninguna compostura; se habían entregado por completo”, recordó Eduardo de Angoitia, de 53 años, un agente de seguros en la Ciudad de México, quien asistió a cuatro presentaciones de Juan Gabriel en los 1980. “Todos se ponían emotivos”.
Sin embargo, el aguante de Juan Gabriel parecía ilimitado. El intérprete, recordó Angoitia, le preguntaba al público: “¿Están cansados?”, y agregaba rápidamente, “¡Yo no!”.