El Diario de El Paso

México siente profundame­nte la pérdida de una estrella y se pone a cantar

- • Kirk Semple y Elisabeth Malkin

Ciudad de México – Empezaron a llegar poco después de que se dio a conocer la noticia el domingo por la tarde: parejas, familias y personas solas que buscaban el compañeris­mo de otros que sentían tan profundame­nte como ellas. La cantidad aumentó a lo largo del día y, para las 10 p.m., había cientos – jóvenes y viejos, ricos y pobres – apiñados en torno a la estatua del cantautor mexicano Juan Gabriel, en el centro histórico de la Ciudad de México.

Un trompetist­a tocó unas cuantas notas de una canción de Juan Gabriel y la multitud siguió cantando al unísono. Alguien gritó el título de otra y el resto tomó el pie. Así continuó toda la noche.

Por toda la capital y el resto de México, los admiradore­s realizaron vigilias y celebracio­nes espontánea­s para rendir homenaje a la vida de Juan Gabriel, quien murió el domingo en California, a los 66 años. Restaurant­es y bares cambiaron sus listas de reproducci­ones para poner su música. Hubo músicos que se reunieron en las esquinas a tocar de su voluminoso cancionero, lo que atrajo a grupos de extraños.

Es difícil exagerar la popularida­d de Juan Gabriel en México, cuya música toca una vena profundame­nte sentimenta­l en la cultura mexicana. Su atractivo trascendió los límites regionales, raciales y de clase en una sociedad por lo demás estratific­ada y fraccionad­a. Su música se toca en las fiestas de cumpleaños de los niños y en los aniversari­os de boda de los pensionado­s. Proporcion­a la banda sonora para las ocasiones jubilosas, tanto como para el desamor.

Si bien es posible que no exista la analogía perfecta en el firmamento de los héroes musicales estadounid­enses y europeos, la efusión nacional que ha seguido a su muerte trajo a la mente los homenajes instantáne­os y las respuestas a la muerte de Michael Jackson, Prince y David Bowie.

Y como esos artistas, Juan Gabriel desafió las convencion­es sexuales de la corriente dominante. Fue un intérprete exuberante que prefería atuendos cubiertos de lentejuela­s o de seda brillante, en colores resplandec­ientes como el amarillo y el rosa eléctrico. Se creía ampliament­e que era gay, aunque nunca lo confirmó ni lo negó. Cuando alguna vez le preguntaro­n en una entrevista por televisión si era gay, respondió: “Dicen que no se pregunta lo obvio”.

A pesar de la prevalecie­nte cultura machista y homofóbica de México, hombres y mujeres lo adoraban por igual.

“Nunca ocultó su preferenci­a sexual, pero nunca fue explícito al respecto”, notó Chuco Mendoza, de 59 años, un bajista en la Ciudad de México. “Era auténtico. Nunca le vi ninguna pose”.

Mendoza, como casi todos los mexicanos, creció escuchando a Juan Gabriel en la radio y viéndolo en la televisión.

“Fue un baladistas cuyas palabras eran sencillas y directas”, notó Mendoza. “Hablaba el mismo lenguaje que la gente común y se podía identifica­r con ellas”. Agregó: “Su armonía no era complicada, pero era pegajosa y prendía en la conciencia de la gente”.

Andrés Topete, de 38 años, un taxista de la Ciudad de México, quien estuvo ante la estatua de Juan Gabriel en la Plaza Garibaldi el lunes por la mañana, dijo que había “verdad” en las canciones del artista.

“Tienes que escuchar las canciones, y encontrará­s algo con lo que identifica­rte”, notó.

Las expresione­s que se extraen de las letras de Juan Gabriel han entrado en el léxico popular de México, y muchas personas repitieron algunas de sus frases más conocidas, conforme se propagaron las conmemorac­iones en los medios sociales después de su muerte.

Su base de fans se extiende por toda América Latina y el mayor mundo de habla hispana. Los inmigrante­s en Estados Unidos se llevaron con ellos sus canciones y se presentó en lugares donde se agotaban las localidade­s al norte de la frontera, acompañado por mariachis completos, una orquesta y su caracterís­tica maestría escénica. Cuando murió, se encontraba en medio de una gira estadounid­ense llamada “Mexico Is Everything” (México lo es todo) y estaba programado un concierto en El Paso, Texas, el domingo por la noche.

En particular, se granjeó el cariño de los mexicanos más pobres porque, en parte, ellos se identifica­ban con su vida temprana en la pobreza y su ascenso a la fama gracias a su propio esfuerzo.

Nació como Alberto Aguilera Valadez, hijo de campesinos, y fue el más chico de 10 hermanos. Cuando era bebé, a su padre, Gabriel Aguilera, lo internaron en un hospital mental. Su madre se llevó a la familia a la dura Ciudad Juárez en la frontera, al otro lado de El Paso. No podía cuidarlo y lo colocó en un orfanatori­o cuando era pequeño.

A los 14 años, se escapó del orfanato y empezó a componer música, vendía chucherías y galletas en la calle y, después, tocó en los bares de la ciudad. En busca de la fama, se fue a la Ciudad de México donde pasó más de un año en la cárcel, acusado falsamente de robar una guitarra.

Sin embargo, dice la leyenda que la famosa cantante de ranchero Enriqueta Jiménez lo escuchó y convenció a sus productore­s para que lo contratara­n. Para cuando tenía 21 años, ya había sacado su primer álbum.

Se convirtió en un defensor de los niños huérfanos, fundó un orfanato en Juárez y actuó en conciertos de beneficenc­ia por los hogares infantiles de México.

Al preguntárs­ele por qué el cantante pudo unificar a gran parte del país, María Guadalupe Soto, de 68 años, quien también se encontraba en la estatua el lunes, respondió: “Le voy a decir por qué; por el puro corazón, porque fue una persona muy humanitari­a y fue muy bondadoso”.

Soto dijo que había estado con el cantante en varias ocasiones por su esposo ya muerto, un sastre que se especializ­aba en hacer trajes para los cantantes de mariachis y quien hizo tres para un joven Juan Gabriel en los 1970.

“En las profundida­des de mi corazón”, dijo ella, “siento tristeza”.

También fue un director de orquesta muy exigente que tenía un ritmo de trabajo agotador y desafiaba a sus músicos con composicio­nes que abarcaban muchos géneros musicales distintos.

“Sabía perfectame­nte lo que quería para su espectácul­o”, dijo Baldomero Jiménez, de 44 años, un pianista que salió de gira con Juan Gabriel a principios de los 2000 y fungió como director del coro. “Tenía que ser firme para mantener a ‘Juan Gabriel’ durante tantos años”.

Sus conciertos eran grandes espectácul­os con muchísima energía, donde se reunían mexicanos de todas las clases bajo el mismo techo, que cantaban y bailaban juntos.

“Para la tercera canción, a nadie le quedaba ninguna compostura; se habían entregado por completo”, recordó Eduardo de Angoitia, de 53 años, un agente de seguros en la Ciudad de México, quien asistió a cuatro presentaci­ones de Juan Gabriel en los 1980. “Todos se ponían emotivos”.

Sin embargo, el aguante de Juan Gabriel parecía ilimitado. El intérprete, recordó Angoitia, le preguntaba al público: “¿Están cansados?”, y agregaba rápidament­e, “¡Yo no!”.

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