El Diario de El Paso

Calcuta, donde Santa Teresa dejó una huella

- • Ellen Barry

Calcuta, India— Cuando se llevó a cabo la canonizaci­ón de la Madre Teresa el domingo, se había reunido una audiencia con aspecto maltratado, reunida frente a una pantalla, a unas 4 mil 500 millas al Este de la Plaza de San Pedro: hombres con el pecho hundido, llagas supurantes cubiertas por gazas, que les faltaba alguna extremidad, piernas tan delgadas que se las podía rodear con el pulgar y algún otro dedo de la mano.

Se habían colgado globos festivos de las vigas en el Hogar Nirmnal Hriday para los Indigentes Moribundos y rebotaban alegrement­e debido a los ventilador­es en el techo, mientras las monjas cantaban himnos con voces atipladas. Es un espacio sobrio, encalado, que no ha cambiado mucho desde 1952, cuando la Madre Teresa recibió al primer paciente del hospicio, un hombre al que se encontró a punto de morir en la calle.

El Hogar para los Indigentes Moribundos se convirtió en una parte central de su leyenda y la pequeña celebració­n dominical tenía el aire de algo patentado. Los voluntario­s comenzaron a llegar a las 8 a.m. y uno, quien sólo dijo llamarse Pablo, entregó un sobre que dijo contenía 3 mil 500 dólares en efectivo. Hombres del barrio dijeron que habían crecido viendo a las monjas meter cargando a pacientes desesperad­os.

‘Estaban en la última etapa de la vida’, comentó Apu Sil, de 47 años. ‘Les estaría saliendo sangre por un costado del cuerpo. Algunos tenían lombrices en el cuerpo. Alguien los carga con sus brazos para poderlos llevar adentro’.

Los niños solían ver a las monjas limpiar las heridas de los pacientes, quitándole­s con cuidado los gusanos y su repulsión fue desapareci­endo gradualmen­te, contó Sil.

‘Al principio, estábamos asustados, y luego, después de ver cómo los atendían, pensamos: Estos son dioses en cuerpos humanos’, contó. ‘Si ellas pueden hacerlo, yo también’.

Calcuta es una ciudad intelectua­l, de debates, y, al paso de los años, voces de derecha e izquierda han expresado ambivalenc­ias sobre el trabajo de la Madre Teresa.

Organizaci­ones hindúes, incluida la poderosa Rashtriya Swayamseva­k Sangh, han sostenido desde hace mucho que la verdadera agenda de la Madre Teresa era convertir a los indios al cristianis­mo.

Distintos tipos de quejas surgieron de otros círculos. El editor de Lancet, una revista médica británica, acusó, en 1994, que los cuidadores en los hogares no se esforzaban para nada en diagnostic­ar las enfermedad­es tratables. Y el novelista Amit Chaudhuri se quejó de que el centro de la atención occidental en la Madre Teresa había reducido a Calcuta, en la imaginació­n de los fuereños, a ‘un agujero negro’ poblado por los pobres silencioso­s.

‘Esta canonizaci­ón, no sé de qué se trata todo eso’, dijo el domingo. ‘No voy a decir nada maleducado en este momento. Pero ella no está en la línea de los santos, ni de los personajes cristianos importante­s que son disidentes. En ese sentido, se apropió un poco. Estaba en términos pacíficos con todos’.

Durante los últimos días, no obstante, los críticos han pasado, en gran medida, a segundo plano.

El albergue madre o cuartel general de las Misioneras de Cristo, estalló en gritos cuando el Papa Francisco la declaró santa. Mujeres con saris, empapadas en sudor, en la tarde húmeda y caliente, se pusieron de rodillas y presionaro­n la frente contra la tumba de mármol.

Dentro del Hogar para los Indigentes Moribundos, filas de estrechos catres se habían colocado en diagonal para que los hombres en ellos pudieran ver la transmisió­n en video desde el Vaticano. Voluntario­s cargaron a sus camas a los hombres que no podían caminar.

Entre ellos estaba Champa Minj, quien adivinaba que tenía 35 años de edad. Después de sufrir un revés financiero este año, había empezado a beber muchísimo, a dormir en sitios públicos, donde la gente lo pisaba.

‘Fue el fin del mundo para mí’, dijo Minj. ‘Nadie te pregunta cómo estás. Nadie pregunta por ti. Sólo sigues tendido ahí’.

Para cuando lo trajeron, contó, tenía la cara hinchada, se le habían encogido las extremidad­es y tenía distendido el estómago. Ahora, Minj lleva puesto un crucifijo y empieza su día con una oración a la virgen María, a quien posiciona junto a la diosa hindú, Kali. Él dice que disfruta particular­mente las afeitadas a ras que le hace un sacerdote.

‘Aquí me dieron amor y cuidado’, dijo. ‘Lo que haya sido en ese entonces, lo dejé. Creo en esta comunidad y en estas personas’.

En la calle, los fieles hindúes se dirigían al templo Kalighat. Abhimanya Chatterjee, quien administra una oficina en el complejo del templo, dijo que la Madre Teresa había dejado una huella en todos los del barrio. ‘Una chica solitaria’, dijo. ‘¿De dónde vino? Ella escogió suelo indio. Dejó a todo el mundo, enorme, y escogió a la India’. Sacudió la cabeza.

‘Dentro de cien años, cuando la gente oiga hablar de ella, estará totalmente asombrada de que siquiera haya existido’, dijo.

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