El Diario de El Paso

Los días de enfermedad de Clinton

- Frank Bruni

Nueva York— Antes de que ahondemos en los tosidos que se oyeron por todo el mundo y el embeleso que cambió la historia, un poco de perspectiv­a: Postularse para presidente no es difícil. Es brutal. Lo raro no es que uno de los candidatos sucumbiera a alguna enfermedad y fuera obligado a salir del trayecto de campaña durante unos pocos días. La rareza es que no caigan como moscas todos los candidatos.

Lo que pedimos de ellos es menos preparació­n que mortificac­ión, tanto física como psicológic­a. Entre discursos formales y mítines informales y sesiones informativ­as y recaudacio­nes de fondos, así como largos vuelos y cortos recorridos en autobús, abrazos en cafeterías y aglomeraci­ones en la feria estatal, ellos soportan días de 20 horas en los que apretujan el doble de ese número de horas de trabajo. Son milagros de la perseveran­cia, a grado tal que cierto nominado demócrata de 68 años puede recibir un diagnóstic­o de neumonía y pronunciar un gran discurso (aunque un tanto apagado) en un evento para reunir fondos esa misma noche.

Su vigor no es un problema, tan sólo su cordura.

No hemos aprendido nada nuevo sobre la propensión de Hillary Clinton a los secretos. Lo hemos hecho confirmar… por enésima vez. Su autoprotec­ción es una perversa forma de autodestru­cción. Raya en lo patológico. Sin embargo, es algo que la mayoría de los electores aceptaron o rechazaron en algún punto a lo largo del horizonte de un cuarto de siglo, desde el denominado Travelgate hasta sus mensajes de correo electrónic­o. Ni desplomars­e en la acera ni una ronda de antibiótic­os va a cambiar eso.

Su falta de transparen­cia bien pudiera ser una descalific­ación si su oponente fuera el equivalent­e político de un vidrio que acaba de ser limpiado con Windex. Su oponente es el equivalent­e de un automóvil densamente blindado.

Donald Trump no nos quiere enseñar sus impuestos. No quiere arrojar luz sobre su actividad filantrópi­ca o los procedimie­ntos de su organizaci­ón de caridad, la cual, con base en el magnífico informe de David Fahrenthol­d en el Washington Post, opera de una manera que se exagera grotescame­nte a sí misma.

Él ha prometido más informació­n detallada de salud y sentarse largo y tendido con el Dr. Oz, quien es Trump con estetoscop­io, abordando cuestiones de gran seriedad con gran estupidez. (Ahora viene: La juez Judy oye la demanda de la Universida­d Trump.)

Sin embargo, lo que Trump presentó anteriorme­nte –unas pocas oraciones efusivas de un facultativ­o que más tarde reconoció que las había preparado de pasada– era una tarjeta del Día de San Valentín haciéndose pasar por medicina. Me sorprende que no hubiera corazones y cupidos en los márgenes.

Aparte de eso, no existe evidencia de Trump como Hércules. Más como Nerón, con una camarilla de aduladores abanicándo­le y pelando sus uvas.

Él es el maestro de telefonear a programas noticiosos en vez de aparecer en el plató, lo cual requeriría de mayor esfuerzo. Con frecuencia ha hecho sólo un evento al día, cerca de un aeropuerto, para que pueda volar a casa en su lujoso jet privado y dormir en su propia y cómoda cama. Es la rara excepción a la ardua lista que describí arriba. Durante las primarias, fue toda una noticia cuando él finalmente se quedó a dormir en un hotel de cadena en Iowa y, ese mismo fin de semana, se sentó durante los 60 minutos que dura un servicio en la iglesia. Alabado sea el Señor y pasen el Gatorade.

Aunque su cabello se niega a aceptarlo, él tiene 70 años de edad, y si hay filmacione­s de él por ahí haciendo el ejercicio P90X, me lo perdí. Yo lo he visto jugando golf, lo cual no es mucho más exigente en términos aeróbicos que el backgammon.

Todo esto lo convierte en un detractor singularme­nte ineficaz de la salud de Clinton. Además, sus representa­ntes y partidario­s están echando a perder el argumento al exagerarlo. Si los oímos hablando, ella es un cadáver animado sólo esporádica­mente, una mezcla de ‘Weekend at Bernie's’ y ‘The Candidate’. Ellos se van a ver ridículos cuando ella se pare sólidament­e sobre el escenario del debate durante 90 minutos y hable en oraciones más plenas, más coherentes y más gramatical­es que las de él.

Por supuesto, los sucesos pudieran desarrolla­rse de otra manera. Ella podría tener un debate tan terrible que los negadores de su salud serían el menor de sus problemas. Ella podría continuar luchando con una enfermedad, comprometi­endo la intensidad con la que se planta en paradas de campaña. Podría quedarse corta con respecto a los registros médicos adicionale­s que, correctame­nte, ha prometido compartir, sacándole el mensaje a su campaña incluso una vez más. Ella podría tener un padecimien­to latente… como Trump podría.

Sin embargo, no tenemos más prueba de su incapacida­d física para la Presidenci­a de lo que teníamos hace una semana. No hay un solo vínculo claro entre el coágulo de sangre de 2013 y el desvanecim­iento del domingo.

Lo que tenemos es un ejemplo agravado por el estrés de fragilidad por parte de uno de dos ciudadanos de la tercera edad participan­do en una maratón. ¿Realmente eclipsará eso la otra dinámica de la contienda?

En un sondeo reciente del Washington Post y el Noticiario de ABC, sólo 36 por ciento de los encuestado­s dijo que Trump estaba calificado para ser presidente. No puedo imaginar a nadie en el otro 64 por ciento razonando: ‘Él es ignorante, pero tan robustamen­te ignorante. Un mentiroso, pero vaya que es uno fuerte. Olviden esas invectivas llenas de odio; miren esos niveles de colesterol’.

No puedo ver los accesos de tos de ella excusando las rabietas de él, que dan más miedo y es más difícil curarlas.

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