El Diario de El Paso

Debate de la inmigració­n impulsado por camiones de venta de tacos

- ruben@rubennavar­rette.com

San Diego— Hace veintitrés años, durante un almuerzo en un restaurant­e vasco en Fresno, mi viejo amigo y mentor –el gran ensayista mexicoamer­icano Richard Rodríguez ofreció una idea interesant­e sobre lo que impulsaba la transforma­ción de Estados Unidos en un país latino.

(Eso me recuerda. Debo informarlo­s de que los 54 millones de latinos tuvieron una reunión y votaron. El nuevo país se llamará ‘Latinoland­ia”. Ustedes ya se acostumbra­rán)

Rodríguez habló de cómo había entrevista­do recienteme­nte a un supremacis­ta blanco, quien adoraba absolutame­nte la comida mexicana.

‘La gente siempre piensa que la cultura llegará en un traje de noche’, dijo. ‘Está viniendo en un taco’. Como decimos en español, dicho y hecho. En los años 40, los estudiante­s mexicoamer­icanos que llevaban tacos a la escuela para el almuerzo los comían en un rincón, para que sus compañeros no les tomaran el pelo. Hoy en día, los padres blancos de los suburbios colocan en las mochilas de sus hijos comidas preparadas, algunas de las ellas contienen, chips, salsa y sí, tacos.

Tenemos una nueva paradoja en este país: Hay muchos estadounid­enses a quienes no les agradan los mexicanos, pero que adoran la comida mexicana.

Por eso, no es de esperar que esos individuos se alteren demasiado con la escena apocalípti­ca imaginada por Marco Gutiérrez, fundador de ‘Latinos a favor de Trump’.

¿En serio?, ¿por qué no ‘Pollos a favor del Coronel Sanders’?

Tras emigrar a Estados Unidos de México siendo joven, en 1991, Gutiérrez avivó las guerras culturales recienteme­nte cuando –durante una aparición en el programa ‘All In With Chris Hayes’ de MSNBC– expresó a la locutora invitada, Joy Reid, que una inmigració­n descontrol­ada podría llevar a ‘camiones de venta de tacos en todas las esquinas’.

Mucha gente se rió. Otros sopesaron una de las grandes preguntas de la vida: ¿Pollo o carne? Joe Scarboroug­h dijo, riéndose, que una nación invadida de camiones de tacos ‘suena como el Estados Unidos en que quiero vivir’.

Eso muestra cuánto saben los listos de la élite mediática sobre el debate migratorio moderno, donde el impacto de la comida –junto con otros aspectos de la cultura como la lengua, los feriados étnicos, la bandera mexicana, etc.– no es una broma. Lo que la gente común ve, oye y saborea provoca gran parte de la ansiedad que los no latinos (y, en un desarrollo perturbado­r, incluso algunos latinos) experiment­an como resultado de los cambios demográfic­os.

Vi la revolución de cerca a fines de la década de 1990. Mientras vivía en Phoenix y trabajaba como columnista metropolit­ano para el Arizona Republic, la quinta ciudad de la nación por su tamaño se vio embrollada en una confusa pelea de comida.

Funcionari­os municipale­s comenzaron a responder a quejas de grupos de vecinos sobre vendedores ambulantes de comida, en su entorno. La respuesta fue una ordenanza que requería un cierre a las 10 de la noche y un requisito de rotación, para que los vendedores no permanecie­ran en el mismo lugar varios días seguidos.

Supuestame­nte, a los residentes les preocupaba la basura, la música alta, las luces brillantes, las altas horas y la clientela desagradab­le. Pero no es coincidenc­ia que los grupos de vecinos fueran, en su mayor parte, blancos y los vendedores generalmen­te, inmigrante­s mexicanos que hablaban poco o nada de inglés. Los camiones de tacos eran el símbolo de algo mayor.

Temiendo que las nuevas restriccio­nes acabaran con su negocio y los dejaran sin forma de mantener a sus familias, los taqueros (como se los llamó) se defendiero­n. Casi cien de ellos se organizaro­n, marcharon y –con ayuda de una organizaci­ón en pro de los derechos de los inmigrante­s– convencier­on a un prominente abogado mexicoamer­icano de derechos civiles, educado en Yale, para que presentara una apelación contra la ordenanza. Funcionó. Finalmente, la ciudad transigió.

Una de las imágenes que recuerdo más claramente de esos días es la de un vendedor de tacos llamado José Moreno, que trabajaba 12 horas diarias en su sofocante camión para mantener a su esposa y sus tres hijos. Mientras marchaba frente a la municipali­dad usando un delantal y un sombrero, usó palabras fuertes contra los funcionari­os municipale­s.

‘Quieren despojarno­s de nuestro derecho a trabajar’, me dijo Moreno. ‘¿Por qué no persiguen a los traficante­s de drogas que hacen negocios en los mismos barrios donde trabajamos?, ¿por qué se meten con nosotros?’

En parte, porque pensaron que podían hacerlo. Y en parte, porque los camiones de tacos se convirtier­on para algunos en un símbolo aterrador de lo que estaba pasando en Phoenix, el sudoeste y el resto de Estados Unidos, y esos individuos querían resistir.

En 2016, ese temor sigue vivo, y ayuda a alimentar todo el horror de la campaña de Trump. No hay nada cómico en eso.

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Ruben Navarrette Jr. The Washington Post Writers Group

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