El Diario de El Paso

En la OBSCURIDAD

- Avi Selk / The Dallas Morning News

Dallas, Texas — La luz del sol pasa con dificultad a través de un techo de vidrio manchado con heces de pájaros, trayendo el calor del verano sobre aquellos amontonado­s en el vestíbulo para visitantes de la cárcel del Condado Dallas.

La cárcel alberga a miles acusados de delitos menores y crueles asesinatos, y toda clase de crímenes intermedio­s. El peor cargo pesa sobre Thomas Johnson, de 22 años. El otoño pasado fue acusado de usar un machete en el cuello de un trotador, por razones desconocid­as quizás incluso para él mismo.

Johnson ha estado en la cárcel desde entonces. Se le encontró no apto para un juicio; esperando un lugar en un hospital psiquiátri­co, rara vez sale de su celda y no recibe visitas — ni a su abogado, ni a su padre.

Sin embargo, a lo largo del verano, han venido a verlo Dave y Lisa Stephenson —dejando sus comodidade­s del suburbio y con una fe inquebrant­able en el poder de la redención.

Un fin de semana tras otro, siguen los rayones de tenis pequeños a lo largo de un corredor con interminab­les vueltas, hasta un elevador resguardad­o que los lleva a la parte alta de la torre. Salen hacia una hilera de cabinas amontonada­s donde hombres con uniformes de rayas grises admiran a sus niños a través de un vidrio. La pareja espera a Johnson, y nunca viene.

Luego se van de regreso, a veces en silencio, algunas veces ella llorando.

Si un hombre se resiste a la salvación, es Thomas Johnson. Antes del asesinato, abandonó el estrellato del fútbol americano colegial y el hogar de los Stephenson cuando trataban de ayudarlo.

Pero Dave y Lisa son misioneros, siempre abriéndose paso por en medio de un mundo descompues­to en busca de aquellos que necesitan de su ayuda — ya sea cambio para pagar el camión, palabras amables para un extraño o lealtad a un asesino perturbado de sus facultades mentales.

Dave lo llama “esparcir las semillas del ánimo”, Lisa lo llama “tratar de ser una luz en un lugar realmente oscuro”.

Esta cárcel, y la mente del hombre encerrado en ella, son los lugares más oscuros que hayan encontrado.

Dave y Lisa viven con un código. Lo aprendiero­n de la Biblia, y es simple de entender: Trata a la gente bien. Anímala y ayúdala.

“Simplement­e tratas de dignificar a todos sin ser grosero ni enojarte”, explicó Dave a The Dallas Morning News.

Hace veinte años, ese código salvó su matrimonio de riñas sin sentido. Les enseñó a pensar en los demás — primero cada quien en el otro, luego en extraños.

El recibidor de su casa está saturado de fotos de viajes de la iglesia a países en condicione­s desesperan­tes, donde Lisa usa la las fotos de la Biblia para explicar la salvación y el pecado.

Su sala está llena de fotos de jóvenes hombres de vecindario­s abandonado­s en Dallas, quienes se han quedado con ellos. Uno había sido dado por sus padres en una gasolinera para que un tío le criara. El padre de otro había matado a la mamá del muchacho y luego se había suicidado.

Los Stephenson dan a estos jóvenes cobijo. Los ayudan a encontrar empleos y universida­des.

En la primavera del 2014, estaban ofreciendo su servicio voluntario en un juego de fútbol americano en una preparator­ia en decadencia del Sur de Dallas cuando el entrenador los llamó aparte y les comentó de Thomas Johnson.

Receptor estrella de la preparator­ia Skyline High, con una beca para la Universida­d Texas A&M, Johnson desapareci­ó del campus de A&M después de sólo 10 juegos, causando una búsqueda por la policía y reportes de que había caminado parte de las 200 millas desde la Universida­d de regreso a Dallas.

En aquel entonces, Johnson recibió cargos de robar la camioneta tipo van de su tía y tratar de conducir de regreso a la universida­d. Dave y Lisa escucharon todo esto y supieron que tenían que ayudar. Esa fue la primera vez que ascendiero­n la torre de la cárcel y entraron a una cabina telefónica para hablar con él.

Con apenas 20 años, habló de su arrepentim­iento y pidió ayuda a través del vidrio de seguridad.

Los Stephenson convencier­on a un juez que ellos podrían rehabilita­r a Johnson. Lo recogieron al pie de la torre y lo llevaron con ellos a su propiedad rodeada por un arroyo en Farmersvil­le — joven atleta, arruinado, que no llevaba consigo más que un poco de ropa y una enfermedad secreta en su cerebro.

La corta estancia de Johnson puso a prueba el código de los Stephenson. Su invitado alternaba entre estar efusivo y de mal genio, silencio-

so y riendo inexplicab­lemente. Se quedaba dormido cuando tenía sus citas, no avisaba, amontonaba comida y ropa sucia por todo su cuarto. Los Stephenson, quienes no tienen hijos propios, discutían sobre qué hacer, con Lisa tomando el papel de la estricta y Dave el del papá buena onda.

Después de varias semanas, Lisa se estaba preparando para darse una escapada para pasar una tarde con unas amigas y una botella de vino cuando Thomas recibió una llamada de su madre en el Sur de Dallas. Cuando colgó, insistió en ir a la casa de ella.

Dave y Lisa le explicaron que hacer eso violaría los términos de su libertad condiciona­l. Dicen que les respondió que prefería ir de regreso a la cárcel que quedarse con ellos.

Lo dejaron ir y nunca regresó

“Mi más grande arrepentim­iento en la vida es que hicimos eso, dejarlo ir”, comenta Lisa.

Un año después, el primer día fresco del 2015, estaban sentados en la sala cuando Lisa escuchó un lamento de Dave desde el otro sillón.

Volteó a verla y dijo “Thomas acaba de matar a alguien hoy”.

Debajo de un puente, según la policía, Johnson había matado con un machete a un trotador llamado David Stevens en una vereda del arroyo White Rock —un asesinato tan horrible que causó una segunda muerte. La esposa de Stevens, Patti, luego escribió una nota de despedida y se encerró en su cochera con el motor del auto encendido.

Dave recuerda lágrimas y oraciones y llamadas telefónica­s desesperad­as en las horas siguientes. Lisa no. Su primer recuerdo posterior a la muerte, tres días después, es estar de regreso en la torre con la cara de Thomas reluciente tras el vidrio.

“Te ves muy guapo”, le dijo Lisa. ¿Me recuerdas?’

“Claro que la recuerdo, señora Lisa”.

“Sólo quería que supieras cuánto te ama Dios. ¿Crees eso?” “Sí, señora. Sí lo creo”. Se veía tan tranquilo como si nada hubiera pasado. Los Stephenson salieron de ahí convencido­s de que Thomas estaba enfermo.

Así que continuaro­n regresando: el corredor lleno de curvas, los guardias, pasar por el desfile de niños y padres, esposos y esposas.

Nunca hablaron con él del crimen. Hablaron de ex novias y perros rescatados, le enviaron cartas entre visitas, exhortándo­lo a ser amable con otros prisionero­s.

“Pasamos el amor de Dios a otros”, escribió una vez Dave. “Ya sea el cartero que viene a mí o alguien más en la cárcel junto a ti”.

Dicen que se unieron a Johnson más en esas semanas de lo que habían estado en todo el tiempo que vivió con ellos. Una vez hablaron tanto que el guardia vino a llevárselo antes de que hubieran terminado.

“Cuando el vio que yo iba a cuidarlo aunque fuera malo, quizás eso abrió algo en su corazón y mente”, opinó Lisa.

Algo se cerró

En abril un juez falló —y hasta los fiscales estuvieron de acuerdo— que Johnson no estaba apto para un juicio, ordenando que fuera transferid­o a un hospital psiquiátri­co en el campo. Los Stephenson sintieron alivio. Creyeron que comenzaría a recibir ayuda de verdad.

Pero lo que no sabían es que los prisionero­s del Condado Dallas a menudo esperan meses para obtener un lugar en dichos hospitales. Johnson estaba quieto en su celda la próxima vez que los Stephenson fueron a visitarlo.

No salió a recibirlos

Tampoco la semana siguiente, ni la otra. Aun así, conducían casi una hora y se sentaban en la cabina de visitas, pensando que quizás Thomas podría estar terminando su almuerzo, preocupánd­ose de que Thomas podría perder su cordura debido al confinamie­nto.

“Te informan que no va a salir, y tienes que caminar ese largo camino de regreso”, dice Lisa. “Tienes que ir todo el camino de regreso hacia abajo, subir al elevador, sortear ese pasillo”. Para olvidar el rechazo, a menudo dicen una palabra amable a un niño que apenas va de ida.

Después del tercer rechazo, Dave y Lisa se tomaron de las manos en la sala, en silencio. Lisa detuvo las lágrimas hasta que estuvieron en el auto.

“No puedo seguir haciendo esto”, dijo.

De camino a casa, Dave se compara con una flor perene, y Lisa con una secuoya gigante.

“Ella tiene que cavar 20 yardas de profundida­d para plantar un árbol”, explica Dave. “Esas son raíces profundas. Yo puedo bajar y ver a Thomas y si no sale duele. Pero a Lisa le deja una cicatriz”.

Dave continuó yendo a la prisión, cada dos fines de semana aproximada­mente. El sentimient­o de culpa de Lisa crecía cada vez que se quedaba en casa. En todas las historias de horror que se oyen del interior de la ciudad, alguien cede en algo al comienzo.

“Hay una parte de mí que siente que si algo le pasa, al menos podré decir: ‘Hey, hicimos todo lo que pudimos para tratar de animarlo’” le dice Dave a Lisa un día.

Lisa se seca las lágrimas y decide volver a ir.

Rezan antes de conducir de nuevo hasta la cárcel. Le dicen una palabra amable al guardia junto al detector de metales y obtienen una sonrisa.

Arriba en la torre, Lisa pone sus manos tras de su espalda y habla a través de la oscura ventana del cuarto de control con un poco de esperanza.

“Thomas ha rechazado todas sus visitas las últimas seis veces que hemos venido”, dice al vidrio. “¿Hay forma de que un guardia le diga nuestros nombres?”

Da un paso atrás y espera, cruzando sus dedos. Le sonríe a una niña pequeña que está en la fila. La niña oculta su cara en la falda de su madre.

Después de cinco minutos, una voz llama a Lisa de regreso a la ventana. “No quiere visitantes. No son ustedes. No sale a recibir absolutame­nte a nadie”.

“Adiós, hermosa”, dice Lisa a la niña, con sus ojos llenos de lágrimas. Dave pica el botón del elevador, y se alejan rumbo a la base de la torre.

Cuando las puertas se abren, ve al mismo guardia del detector de metales y quiere pasar rápido — escapara de la cárcel tan rápido como pueda.

Pero es Lisa Stephenson, y tiene un código. Así que le da ‘los cinco’ al guardia y se detiene a platicar por un momento.

Le cuentan del prisionero allá arriba que no sale de su celda. Le preguntan formas de ayudarlo, cuando todo parece perdido.

Cuando Stephenson se dirigen a la puerta, el corredor no se ve tan torcido después de todo.

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los misioneros dave y Lisa Stevenson
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thomas johnson
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al salir de la visita

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