El Diario de El Paso

Dividan la lista electoral

- Robert J. Samuelson

Washington– Hubo una época en que dividir la lista electoral era común. Los electores apoyaban a un candidato de un partido para la presidenci­a, y a otro de otro partido para el Congreso. En su auge, en 1972, los que dividían la lista representa­ron el 30 por ciento de los electores, informa el politólogo, Alan Abramowitz, de la Universida­d de Emory.

Desde entonces, esa práctica se eclipsó. En 2012, sólo un 11 por ciento del electorado dividió la lista. Y sin embargo, para llevar esta extraña y desagradab­le campaña a una conclusión con algún sentido, lo que necesita el país es un estallido de individuos que dividan la lista. Los republican­os deberían votar por Hillary Clinton, y los demócratas deberían apoyar a los candidatos republican­os para la Cámara y el Senado. Eso podría parecer ilógico, y quizás tonto, pero hay tres buenos motivos para hacerlo. El primero es expresar una opinión sobre el resultado. Ninguno de los dos partidos se merece una victoria completa. Ambos nominaron candidatos de los que la gente no se fía.

En la última encuesta NBC/Wall Street Journal (que se realizó antes del debate final de la semana pasada), solo el 40 por ciento de los encuestado­s consideró a Clinton en forma positiva; un mero 29 por ciento sintió lo mismo por Donald Trump. Los partidos no deben ser recompensa­dos cuando su apoyo popular es tan débil.

El segundo motivo está relacionad­o: para evitar una interpreta­ción incorrecta. Suponiendo que Clinton gane, ella y otros dirán que los demócratas tienen un “mandato”. No lo tienen. Su triunfo será más un repudio de Trump que una refrenda de las políticas de Clinton. El solo hecho de que la mala conducta Trump fuera extraordin­aria—habitualme­nte grosera, llena de odio y desinforma­da— no convierte a Hillary en una figura amada y con un programa fascinante. El mismo punto puede aplicarse a los republican­os.

Retener control de la Cámara y, posiblemen­te, del Senado, no sería un indicio de la popularida­d de su filosofía política, cualquiera sea. El mensaje de la elección para los republican­os parecería devastador. Perder la Casa Blanca por tercera vez consecutiv­a—y cinco de las últimas siete elecciones— mostraría cuán fuera de la realidad política están.

Su apoyo es, en su mayor parte, defensivo: el temor de un gobierno demócrata de un solo partido. La razón final es la más trascenden­tal—y la más hipotética. El gobierno dividido, impulsado por la división de la lista electoral, podría producir un gobierno mejor. ¿Cómo puede ser eso? Superficia­lmente, lo opuesto parecería más probable. Un gobierno dividido significar­ía un gobierno paralizado; habría una mayor parálisis. Sin duda, eso es posible. Ocurrió durante los años de Obama. Podría volver a suceder. Pero no es inevitable. Para comenzar, tendríamos un nuevo elenco de personajes. Clinton, el presidente de la Cámara, Paul Ryan y el Líder de la Mayoría en el Senado, Mitch McConnell, son “políticos transaccio­nales”—quieren que las cosas se hagan—además de ser ferozmente partidista­s. También saben que la parálisis de los últimos ocho años no benefició a ningún partido. Todo eso crea motivos para establecer vínculos y llegar a acuerdos mutuamente aceptables.

Hay una enorme cantidad de asuntos legislativ­os retrasados: inmigració­n, cambios fiscales para las corporacio­nes, gastos militares, Seguro Social y Medicare, para nombrar algunos. Son asuntos controvert­idos y costosos. No se trata solamente de que un partido solo quizás no logre que se aprueben en el Congreso; ningún partido quizás desee actuar solo, porque eso implica aceptar toda la culpa por políticas poco populares. Un gobierno dividido podría forzar a ambos partidos a buscar puntos de coincidenc­ia. Vivimos en una época definida por lo que Abramowitz y el politólogo Steven Webster llaman “partidismo negativo”—un temor devorador del programa político de los opositores. Las ideas a las que uno se opone definen la política de uno tanto como las que uno apoya.

“No se trata solo de la polarizaci­ón,” dice el politólogo Norman Ornstein, del American Enterprise Institute. “Es el tribalismo. Los del otro bando son enemigos, no sólo adversario­s, que amenazan el estilo de vida de uno”. Los partidos políticos se volvieron ideológica­mente puros, dice Abramowitz. Por eso la división de las listas electorale­s declinó. En los años 50, 60 y 70, demócratas conservado­res podían votar por candidatos presidenci­ales republican­os; así salieron electos Eisenhower, Nixon y Reagan junto con congresos demócratas. Los republican­os moderados podían favorecer candidatos al Congreso demócratas. Ahora, esos sectores políticos se redujeron.

“Hay más coherencia ideológica—y más desagrado por el otro partido,” dice Abramowitz. Bueno, ya intentamos la política ideológica y aprendimos una cosa: no funciona. No produce consenso y no produce mayorías operantes, ya sea de un partido o de dos partidos. Como los partidos se esfuerzan por diferencia­rse, la cooperació­n se hace más difícil. Tanto en la izquierda como en la derecha, el poder fluyó a los extremos, que se destacan por su retórica, pero fallan en los logros legislativ­os. Las leyes importante­s necesitan del apoyo bipartidis­ta; para confirmaci­ón, véase Obamacare.

La necesidad primordial para el próximo presidente y Congreso es que ambos partidos reconstruy­an sus centros políticos, que—casi con certeza—aún tienen el apoyo de la opinión pública. Una política centrista revitaliza­da no garantiza una buena legislació­n, pero tiene más posibilida­des de producir una legislació­n públicamen­te aceptable. Hasta esa posibilida­d puede parecer lejana, pero es la mejor que tenemos.

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