Convencer medios sobre coberturas negativas del oponente
Nueva York – La carta críptica que le mandó James Comey, el director de la FBI, al Congreso de Estados Unidos el viernes pareció extraña en ese momento; indicar que había un nuevo y gran escándalo de Clinton, pero sin aportar ninguna sustancia. Dado lo que ahora sabemos, no obstante, fue peor que extraña, fue indignante. Al parecer, Comey no tenía ninguna evidencia que sugiriera que Hillary Clinton habría cometido algún delito; él violó las normas que vienen de largo sobre hacer comentarios respecto a investigaciones políticamente delicadas cuando están cerca las elecciones, y lo hizo a pesar de que otros funcionarios le advirtieron que estaba haciendo algo terriblemente equivocado.
¿Qué pasó entonces? Es posible que nunca sepamos la historia completa, pero la mejor conjetura es que Comey, como muchos otros – agencias de medios, potenciales organismos de activismo no partidista y más – se dejó intimidar por los sospechosos habituales. Conseguir que los medios hagan coberturas negativas – gritando que hay prejuicios y un trato injusto, sin importar cuán favorable sea el trato realmente – ha sido una estrategia política constante y de largo plazo en la derecha. Y la razón por la que sigue pasando es porque funciona con mucha frecuencia.
Donde es posible ver esto con mayor obviedad es en la cobertura noticiosa. Los reporteros que están encerrados en corrales en los mítines de Donald Trump mientras la muchedumbre grita que hay abuso, no deberían sorprenderse: las acusaciones constantes de prejuicios por parte de los medios liberales han sido un elemento básico en la retórica republicana durante décadas. ¿Y por qué no? La presión ha sido efectiva.
Parte de esta efectividad surge de las falsas equivalencias: las agencias de noticias, temerosas de que las ataquen de estar prejuiciadas, dan un trato equitativo a las mentiras y a la verdad. Allá en el 2000, yo sugerí que si el candidato republicano dijera que la Tierra era plana, los titulares dirían: “Difieren los puntos de vista sobre la forma del planeta”. Eso sigue sucediendo.
El deseo de quitarse de encima a los críticos de derecha puede explicar, también, por qué los medios de información siguen creyendo los escándalos falsos. Existe una línea recta que va de la investigación sobre Whitewater – que duró siete años, se publicitó interminablemente en la prensa, pero nunca se encontró que los Clinton hubiesen cometido algún delito – hasta la catastróficamente mala cobertura de la Fundación Clinton hace un par de meses. ¿Se recuerda cuando Prensa Asociada sugirió una escándalos influencia indebida con base en una reunión entre Hillary Clinton y un donador que resultó ser que solo era tanto una ganador de un Premio Nobel, como un viejo amigo personal?
Como era de esperar, gran parte de la cobertura inicial de la carta de Comey estuvo basada no en lo que decía la carta, que era muy poco, sino en la caracterización falsa y maliciosa que de ella hizo Jason Chaffetz, el presidente republicano del Comités sobre la Supervisión y la Reforma del Gobierno de la Cámara de Representantes federal. Se podría pensar que ya para este momento los reporteros deberían haber aprendido a no tomar al pie de la letra lo que dice gente como Chaffetz. Parece que no han aprendido.
Ni tampoco son solo los medios de información. Hace unos años, durante el punto máximo de la influencia de los gruñones del déficit, fue asombroso ver a las diversas organizaciones que exigían la reducción del déficit pretender responsabilizar por igual a los demócratas que estaban dispuestos a ceder y a los republicanos que insistían en recortar los impuestos de los ricos. Incluso, le dieron un premio a “la responsabilidad fiscal” a Paul Ryan, cuyas propuestas presupuestarias les hicieron mala fama a las cortinas de humo.
Y como alguien que todavía tiene un pie en el mundo académico, he estado observando acumularse la presión en las universidades para que contraten a más conservadores. No importa cómo la forma en la que la negación del cambio climático, los ataques contra la teoría de la evolución y todo eso pudo haber alejado a los académicos del Partido Republicano. Se supone que el hecho de que sean relativamente pocos los conservadores que imparten clases, por decir, de física, es injusto en extremo. Y es sabido que algunas instituciones educativas empezarán a contratar a personas menos cualificadas.
Lo cual nos trae de vuelta a Comey. Pareció obvio desde el inicio que la decisión de Clinton de seguir el consejo de Colin Powell y evitar los correos electrónicos del Departamento de Estado fue un error, pero nada que remotamente se acerque a ser un delito. Sin embargo, Comey estuvo sujeto a una descarga constante de demandas de que se procesara a Clinton por cualquier cosa. Simplemente, debió haber dicho que no. En cambio, aun cuando anunció en julio que no se levantaría ningún cargo, emitió su opinión sobre la conducta de ella; algo totalmente inapropiado, pero es probable que fuera un intento por apaciguar a la derecha.
No funcionó, claro. Solo exigieron más. Y pareciera que él trató de sobornarla lanzándole un hueso justo unos días antes de las elecciones. Falta ver si eso tendrá importancia políticamente, pero hay algo claro: destruyó su propia reputación.
La moraleja de la historia es que apaciguar a la derecha estadounidense moderna es una proposición perdedora. Nada que se haga la convence de que se es justo, porque la justeza no tiene nada que ver en esto. Hace mucho que a la derecha se le acabaron las buenas ideas con las que se puede convencer por sus propios méritos, así es que el objetivo es ahora quitar al mérito del panorama.
O, para decirlo de otra forma, tratar de crear prejuicios y no de terminarlos, y las debilidades – del tipo de debilidad que ha exhibido Comey en forma tan espectacular – solo la alienta a hacer más.