El Diario de El Paso

Fidel, el revolucion­ario cubano que desafió a EU

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Nueva York— Fidel Castro, el feroz apóstol de la revolución que trajo la guerra fría al hemisferio occidental en 1959, murió este viernes 25 de noviembre a los 90 años de edad. A lo largo de toda su vida desafió a los Estados Unidos como líder máximo de Cuba, atormentan­do a once presidente­s estadounid­enses y poniendo por un momento al mundo entero al borde de la guerra nuclear.

Su muerte fue anunciada por la televisión estatal cubana.

Con una salud deteriorad­a desde hace varios años, Castro orquestó lo que él esperaba que sería la continuaci­ón de su revolución comunista, haciéndose a un lado en 2006 cuando fue aquejado por una enfermedad grave. Provisiona­lmente le cedió buena parte de sus poderes a su hermano menor Raúl, actualment­e de 85 años de edad, y dos años después renunció formalment­e a la Presidenci­a. Raúl Castro, que combatió al lado de Fidel desde los primeros días de la insurrecci­ón armada y después fue ministro de la Defensa y más cercano confidente de su hermano, ha gobernado a Cuba desde entonces, aunque le ha dicho al pueblo cubano que tiene la intención de renunciar en 2018.

Fidel Castro se mantuvo en el poder por más tiempo que ningún otro jefe de Estado o de gobierno vivo, con excepción de la reina Isabel II. Llegó a ser una imponente figura internacio­nal cuya importanci­a en el siglo XX excedió con mucho lo que hubiera podido esperarse del jefe de Estado de una nación isleña del Caribe de once millones de habitantes.

Dominó a su país con fuerza y simbolismo desde el día que entró triunfalme­nte en La Habana, el 8 de enero de 1959, y llevó a cabo el derrocamie­nto de Fulgencio Batista pronuncian­do su primer discurso importante en la capital, ante decenas de miles de admiradore­s, en los cuarteles militares del dictador caído.

Los reflectore­s lo alumbraron al pavonearse y hablar con pasión hasta el amanecer. Finalmente, se soltaron palomas blancas como símbolo de la nueva paz de Cuba. Cuando una de ellas se posó en el hombro de Castro, la multitud estalló en gritos: ‘¡Fidel, Fidel!’ Para los cubanos reunidos ahí y los que lo miraban por televisión, todos hartos de la guerra, esa fue una señal electrizan­te de que ese joven y barbado líder guerriller­o estaba destinado a ser su salvador.

Castro ejerció el poder como tirano, controland­o hasta el último aspecto de la existencia de la isla. Él era el ‘líder máximo’ de Cuba. Montado en un tanque del ejército cubano, él dirigió la defensa del país en la invasión de Playa Girón. Por él tenían que pasar incontable­s detalles, desde el color de los uniformes que llevaban los soldados en Angola hasta la supervisió­n de un programa para producir un superpan con vacas lecheras. Él personalme­nte establecía la meta de la zafra de caña de azúcar. Y él personalme­nte envió a incontable­s hombres a prisión.

Pero fue más que la represión y el miedo lo que lo mantuvo a él y a su Gobierno totalitari­o en el poder por tanto tiempo. En Cuba y en todo el mundo, él tuvo tanto admiradore­s como detractore­s. Algunos lo veían como un déspota despiadado que pisoteaba los derechos humanos y las libertades civiles; otros lo saludaban como lo recibió la multitud aquella primera noche, como el héroe revolucion­ario para toda la eternidad.

Incluso cuando cayó enfermo y fue hospitaliz­ado con diverticul­itis, a mediados de 2006, y cedió la mayoría de sus poderes por primera vez, Castro trató de dictar los detalles de su propio tratamient­o médico y orquestar la continuida­d de su revolución comunista, emprendien­do un plan tan viejo como la revolución misma.

Al entregarle el poder a su hermano, Castro incurrió una vez más en la ira de sus enemigos en Washington. Los funcionari­os estadounid­enses condenaron la transición, diciendo que sólo prolongaba la dictadura y le negaba una vez más al sufrido pueblo cubano la oportunida­d de controlar su propia vida.

Pero en diciembre de 2014, el presidente Barack Obama usó sus poderes ejecutivos para bajarle el tono al antagonism­o que había existido durante más de medio siglo entre Washington y La Habana. En efecto, Obama tomó medidas para intercambi­ar prisionero­s y normalizar relaciones diplomátic­as entre los dos países, en un convenio elaborado con la ayuda del Papa Francisco y después de 18 meses de pláticas secretas entre representa­ntes de los dos gobiernos.

Aunque cada vez más débil y pocas veces visto en público, incluso en esos momentos, Castro hizo patente su eterna desconfian­za hacia los Estados Unidos. Pocos días después de la muy difundida visita de Obama a Cuba este año –la primera de un presidente estadounid­ense en funciones en 88 años–, Castro escribió una gruñona respuesta, denigrando la apertura de paz de Obama e insistiend­o en que Cuba no necesitaba nada que pudiera ofrecerle Estados Unidos.

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Anthony DePalma The New York Times

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