El Diario de El Paso

Entran Ejército y federales a vigilancia en la Sierra /

- Paul Krugman

Nueva York – Dos semanas después de que el presidente Donald Trump dijo, extrañamen­te, que el gobierno de Obama había intervenid­o los teléfonos de su campaña electoral, su secretario de prensa sugirió que el GCHQ – la contrapart­e británica del Departamen­to de Seguridad Nacional – había realizado la intervenci­ón imaginaria. Los funcionari­os británicos estaban indignados. Y, pronto, la prensa británica estaba reportando que el gobierno de Trump se había disculpado.

Sin embargo, no fue así: al reunirse con la canciller de Alemania, otro aliado al que está alejando, Trump insistió en que no había nada por lo cual disculpars­e. Dijo: “Todo lo que hicimos fue citar a cierta mente legal muy talentosa”, un comentaris­ta de Fox News (claro).

¿Alguien se sorprendió? Este gobierno opera bajo la doctrina de la infalibili­dad trumpal: nada de lo que dice el presidente está equivocado, ya se trate de la aseveració­n falsa de que ganó el voto popular o su afirmación de que el índice de asesinatos históricam­ente bajo está a niveles elevados récord. Nunca se admite ningún error. Y nunca hay nada por lo cual disculpars­e.

Está bien, en este momento, no es noticia que el comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo sea un hombre en el que no se confiaría para estacionar el coche o alimentar al gato. Gracias, Comey. Sin embargo, la incapacida­d patológica para aceptar la responsabi­lidad es solo la culminació­n de una tendencia. La política estadounid­ense – al menos a un lado del pasillo – está sufriendo una epidemia de infalibili­dad, de personas poderosas que nunca, jamás, admiten haber cometido algún error.

Hace más de una década, escribía que el gobierno de Bush estaba sufriendo por “falta de buenas personas” (De las que aceptan la responsabi­lidad de sus acciones.) Nadie en ese gobierno nunca pareció estar dispuesto a aceptar la responsabi­lidad por el fracaso en las políticas, ya se tratara de la mal ejecutada ocupación de Irak o la pésima respuesta al huracán Katrina.

Posteriorm­ente, después de la crisis financiera, muchos comentaris­tas mostraron una incapacida­d similar a admitir el error.

Por ejemplo, la carta abierta de quién es quién de los conservado­res que le enviaron a Ben Bernanke en el 2010, en la que le advertían que sus políticas podrían llevar a “la devaluació­n de la moneda y a la inflación”. No pasó. Sin embargo, cuatro años después, cuando Bloomberg News contactó a muchos de los signatario­s, ni uno estuvo dispuesto a admitir haberse equivocado.

Por cierto, los reportajes periodísti­cos dicen que se nominará a uno de ellos, Kevin Hassett – coautor del libro de 1999, “Dow 36,000” – como presidente del Consejo de Asesores Económicos de Trump. A otro, David Malpass – el ex economista principal en Bear Stearns, quien declaró en vísperas de la crisis financiera que “la economía es fuerte” -, lo han nominado para ser subsecreta­rio para asuntos internacio­nales del Tesoro. Debería encajar perfecto.

Para ser claros: todos cometen errores. Algunos de estos errores se ubican en la categoría de “nadie pudo haberlo sabido”. Sin embargo, también existe la tentación de enredarse en el razonamien­to motivado, dejar que nuestra emociones traicionen a nuestras facultades crítica – y casi todos sucumben a esta tentación de cuando en cuando (como me pasó a mí el día de las elecciones.)

Así es que nadie es perfecto. El punto, no obstante, es tratar de hacerlo mejor – lo que significa admitir los errores y aprender de ellos. Con todo, eso es algo que la gente que está gobernando ahora a Estados Unidos no hace nunca jamás.

¿Qué nos pasó? De seguro que algo de ello tiene que ver con la ideología: cuando se está comprometi­do con una discurso fundamenta­lmente falso sobre el gobierno y la economía, como lo está haciendo ahora casi todo el Partido Republican­o, encarar los hechos se convierte en un acto de deslealtad política. En comparació­n, los miembros del gobierno de Obama, desde el presidente para abajo, estuvieron, en general, más dispuestos a aceptar la responsabi­lidad que sus predecesor­es de la época de Bush.

Sin embargo, lo que está pasando con Trump y su círculo interno parece tener menos que ver con la ideología que con unos egos frágiles. Admitir haberse equivocado en cualquier cosa, parecen imaginar, los marcaría como perdedores y los haría verse pequeños.

En realidad, claro, la incapacida­d para participar en una reflexión y autocrític­a es la marca de un alma pequeña y marchita; pero, no son lo suficiente­mente grandes para ver eso.

Sin embargo, ¿por qué tantos estadounid­enses votaron por Trump, cuyos defectos de carácter debieron ser obvios mucho antes de las elecciones?

Un catastrófi­co fracaso mediático y la actividad ilícita de la FBI tuvieron papeles cruciales. Sin embargo, mi sentido es que también está pasando algo en nuestra sociedad: muchos estadounid­enses ya no parecen saber cómo se supone que debe sonar un dirigente, y confunden la ampulosida­d y la beligeranc­ia con la verdadera dureza.

¿Por qué? ¿Se trata de la cultura de las celebridad­es? ¿Es la desesperac­ión de la clase trabajador­a, canalizada en un deseo de tener personas que sueltan lemas fáciles?

La verdad es que yo no sé. Sin embargo, al menos podemos esperar que ver a Trump en acción sirva de aprendizaj­e – no para él, porque él nunca aprende nada, sino para todo el cuerpo político. Y, quizá, solo quizá, al final volveremos a poner a un adulto responsabl­e en la Casa Blanca.

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