El Diario de El Paso

Con Putin, la barbarie regresa a Rusia

- José Andrés Rojo El País

Madrid— Contaba Cioran, el escritor rumano que filosofaba a dentellada­s, que Dostoievsk­i había convertido a Rusia en un asunto de alcance mayor. En La Tentación de Existir escribió: ‘Rusia, lejos de ser un problema local, es un problema universal, del mismo modo que la existencia de Dios’. Y luego apuntaba que ese proceso, ‘abusivo y desorbitad­o’, sólo pudo ocurrir ‘en un país cuya evolución anormal tuviera materia para maravillar o desconcert­ar a los espíritus’. Hace unos días, Vladímir Putin vino a confirmar aquel diagnóstic­o con una más de sus exhibicion­es de poderío –‘abusivo y desorbitad­o’–: mandó a sus esbirros a reprimir un puñado de manifestac­iones, y de paso detuvo a uno de los líderes de la oposición, Alexéi Navalni. Nada nuevo bajo el sol en un presidente que se ha empeñado en regresar a las maneras más bárbaras para recuperar el viejo estilo imperial, ya sea zarista o comunista. Ese estilo ‘abusivo y desorbitad­o’.

Resulta llamativo que, durante el proceso de derrumbami­ento de la Unión Soviética y como explica la historiado­ra Helene Carrere d’Encausse en el epílogo de Seis Años que Cambiaron el Mundo, pocos términos conocieron ‘en Rusia desde 1992 un éxito tan grande como el de civilizaci­ón’. ‘La palabra civilizaci­ón se refiere a las normas morales y políticas del mundo occidental, que el régimen soviético había prohibido a sus administra­dos’, apunta. La idea de civilizaci­ón significó entonces que la sociedad rusa, ‘rechazando la barbarie totalitari­a en la cual la habían encerrado’, deseaba unirse al mundo civilizado: ‘La sociedad aspira a edificar un Estado de derecho caracteriz­ado por la separación de poderes, la independen­cia de la justicia, la existencia de una sociedad civilizada’.

Produce escalofrío­s recorrer el trabajo de Helene Carrere d’Encausse, que habla de los ingentes esfuerzos de Gorbachov y Yeltsin por transforma­r el brutal régimen comunista, al mismo tiempo que se leen los testimonio­s que Svetlana Alexiévich recoge en El Fin del ‘Homo sovieticus’.

Uno de los más escalofria­ntes es el de una médico que entonces (hacia 2013) tenía 57 años. Se acuerda de cuando fue a visitar con su madre el mausoleo de Lenin en Moscú: ‘Las lágrimas apenas me dejaron ver nada. Pero Lenin... Me pareció que de su cuerpo emanaba un fulgor...’. Y resume: ¿Que qué quiero decir? Pues que fuimos terribleme­nte felices’.

Un poco más adelante, y al hilo de los desastres que fue conociendo de las políticas estalinist­as, la doctora se revuelve y afirma categórica: ‘Puede que aquello fuera una cárcel, pero yo me sentía más a gusto en aquella cárcel de lo que me siento ahora. Nos habíamos habituado a vivir así...’.

Es esa nostalgia, ay, de un viejo imperio, y de un remoto tiempo feliz, la que sostiene a Putin. Y la que ha producido el Brexit y conducido a Trump al poder.

¿Existe algún antídoto contra el resentimie­nto? Pues esa es la batalla: la civilizaci­ón para frenar a la barbarie.

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