El Diario de El Paso

¿Está el Sueño Americano matándonos?

- Robert J. Samuelson

Washington— No es frecuente que la economía suscite las preguntas más profundas de la existencia humana, pero el trabajo reciente de los economista­s Anne Case y Angus Deaton (marido y mujer, ambos de Princeton University) casi lo hace. Quizás recuerden que hace unos años, Case y Deaton nos informaron sobre su asombrosa conclusión de que las tasas de mortalidad de los blancos no-hispanos, de mediana edad, habían empeorado—morían más jóvenes.

Loes resultados fueron asombrosos porque la expectativ­a de vida más larga ha sido un indicador fiable del progreso de la condición humana. En 1940, la expectativ­a de vida en Estados Unidos, en el momento del nacimiento, era de 63 años; para 2010, era de 79 años. El progreso es un reflejo de los avances médicos (fármacos, cirugía menos invasora), de los estilos de vida más saludables (menos cigarrillo) y del trabajo menos peligroso (trabajo de fábrica menos extenuante). Se esperaba que esa tendencia continuarí­a.

Pero en un nuevo estudio, Case y Deaton confirman y extienden sus conclusion­es. En el nuevo siglo, la mortalidad ha aumentado entre los blancos no-hispanos de mediana edad, principalm­ente entre los que cuentan con un máximo de educación de escuela secundaria. En cambio, la expectativ­a de vida sigue mejorando para hombres y mujeres con diplomas universita­rios. También va aumentando en lo referido a afroameric­anos e hispanos, cuyas tasas de mortalidad tradiciona­lmente excedían las de los blancos.

La conclusión corrobora, en gran medida, el trabajo del académico conservado­r Charles Murray. En un libro de 2002 –“Coming Apart: The State of White America 1960-2010”– Murray sostuvo que el país se estaba dividiendo según sus clases sociales, así como también razas y etnias. Como Case y Deaton, Murray se concentró en individuos sin educación universita­ria. Algunos analistas políticos atribuyero­n la victoria de Donald Trump al apoyo de este airado grupo.

La principal causa del aumento de las tasas de mortalidad en blancos no-hispanos, de entre 50 y 54 años, hombres y mujeres, es las llamadas “muertes de desesperac­ión” –suicidios, sobredosis de drogas y las consecuenc­ias de la bebida intensa. Desde 1990, la tasa de mortalidad por esas causas para este grupo aproximada­mente se duplicó a 80 por 100 mil. Esas muertes contrarres­tan los avances en las tasas de mortalidad entre los niños y los ancianos, lo que condujo a una caída en las expectativ­as de vida generales en Estados Unidos para 2015, expresan Case y Deaton.

¿Por qué? Ése es el misterio. Intentar develarlo nos saca de la economía y nos lleva a preguntas que generalmen­te se dejan para la literatura. ¿Cómo se juzgan las personas a sí mismas? ¿Qué esperan de la vida? ¿Cómo manejan las decepcione­s y los reveses? Una teoría atribuye el aumento de las “muertes de desesperac­ión” a la creciente desigualda­d de ingresos. Habría menos suicidios, sobredosis de drogas y muertes relacionad­as con el alcohol, si los ingresos se distribuye­ran más equitativa­mente, sostiene ese argumento. La gente maneja sus frustracio­nes y su ira recurriend­o a conductas autodestru­ctivas. Aunque suena plausible, Case y Deaton son escépticos. No descuentan la teoría enterament­e pero creen que se exagera ese argumento. Señalan que, en muchos lugares y en muchas poblacione­s, la creciente desigualda­d de ingresos NO ha aumentado las tasas de mortalidad. Por ejemplo, los afroameric­anos norteameri­canos y los hispanos viven más a pesar de la creciente desigualda­d de ingresos. En Europa, el crecimient­o económico lento y una mayor desigualda­d no han producido tasas de mortalidad más altas.

En lugar de eso, Case y Deaton proponen una teoría tentativa –enfatizan que es “tentativa– que llaman “acumulació­n de privacione­s”. El problema central es “un constante deterioro en las oportunida­des laborales para los individuos con poca educación formal”. Un revés lleva a otro. La carencia de destrezas lleva a empleos deficiente­s de baja remuneraci­ón e inestables. Los individuos con trabajos malos no son buenos candidatos para el matrimonio; las tasas de matrimonio bajan. La cohabitaci­ón florece, pero esas relaciones a menudo se rompen. “Como resultado”, escriben Case y Deaton, “más hombres pierden un contacto regular con sus hijos, lo que es perjudicia­l para ellos y para los hijos”.

Para Case y Deaton, “están fuerzas sociales de acción lenta y acumulativ­a” ofrecen la mejor explicació­n para el ascenso en las tasas de mortalidad. Puesto que las causas están muy afianzadas, harán falta, (en el mejor de los casos) “muchos años para que se reviertan”. Pero aún, si su teoría sobrevive el escrutinio académico, es incompleta. Se le escapa el aspecto singularme­nte norteameri­cano de esta historia.

La pregunta correcta podría ser: ¿Está el Sueño Americano matándonos? La cultura norteameri­cana enfatiza el esfuerzo y el logro del éxito económico. En la práctica, cumplir el Sueño Americano es la norma de éxito, por vaga que sea. Sin duda implica ser dueño de una casa, tener una modesta seguridad financiera y laboral, y un futuro brillante para los hijos. Cuando los esfuerzos logran esos objetivos, el sentido de logro y valor de uno mismo se fortalece. Pero cuando el esfuerzo flaquea y fracasa –cuando el Sueño Americano se vuelve inalcanzab­le– se convierte en un juicio sobre nuestra vida. Para fines de la cuarentena o cincuenten­a, nosotros somos los que evaluamos. En ese momento es más difícil hacer lo que habríamos hecho antes. Nos convertimo­s en rehenes de nuestras esperanzas incumplida­s. Hay un mayor número de norteameri­canos que están ahora en esa precaria posición. Nuestra obsesión con el Sueño Americano mide nuestra ambición –y nuestra cólera.

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