El Diario de El Paso

LLEVAN VIDA BINACIONAL

- Associated Press

Tijuana— Los aromas y los sonidos de Tijuana nos golpean en la cara apenas abrimos las puertas de nuestro Jeep Renegade alquilado, todo cubierto de insectos: puestos de comida que venden maíz asado, churros y hot dogs; y la música norteña sonando en un bar casi vacío.

Es nuestra última parada. Hemos recorrido en dos semanas casi 5 mil kilómetros (3 mil millas) desde el Golfo de México hasta el Océano Pacífico, cruzando 22 veces la décima frontera más larga del mundo. Atravesamo­s las tierras donde el presidente estadounid­ense Donald Trump construirí­a un muro de 10 metros de altura (30 pies) y hablamos con todo aquél que estuviese dispuesto a hacerlo.

Vimos a un hombre que hablaba con su hija a través de las barras de un muro fronterizo y platicamos con un ranchero que está a favor del muro, pero que ha instalado grifos en sus pozos para que los migrantes puedan beber agua. En Ciudad Juárez observamos a niños mexicanos que tiraban piedras a vehículos de personal de mantenimie­nto del otro lado de la frontera. En Tijuana conocimos a una veterana del ejército estadounid­ense que cruzaba la frontera para “escaparse de la vida por unas horas”, según su propia definición.

Lo que encontramo­s, desde los refugios de migrantes casi vacíos de Tamaulipas hasta los corredores de la droga del desierto de Sonora, es una región convulsion­ada por la incertidum­bre y la angustia, con una cultura y una historia comunes que difícilmen­te van a ser alteradas por un político o por una barrera construida por el hombre.

La frontera “no va a cambiar”, dijo Ramón Alberto Orrantia, de 54 años, quien estaciona autos en un restaurant­e y lleva 48 años viviendo en Tijuana. “La gente sigue con lo mismo, la vida normal”.

Casi todas las personas que conocimos nos recibieron bien y mostraron un gran cariño por el lugar donde viven, desde el alguacil mexicano-estadounid­ense de Nogales, Arizona, que nos dio la mano a través del muro y conversó amistosame­nte con un hombre que probableme­nte trabajaba para los traficante­s, hasta un agente fronterizo de Deming, Nuevo México, que nos sorprendió con su gran conocimien­to de los orígenes de The Associated Press durante la guerra entre México y Estados Unidos.

Pasé seis años viviendo e informando sobre la frontera, en particular desde el valle del Río Bravo, en el sur de Texas. Mi compañero de viaje, Rodrigo Abd, es un fotógrafo argentino que ha cubierto algunos de los conflictos más violentos del planeta, pero que ha estado muy poco tiempo en la frontera. Él esperaba ver en cada estadounid­ense que encontrába­mos a un ferviente partidario de Trump y del muro, pero en realidad nos costó encontrar ese tipo de gente.

Más que nada, encontramo­s una cultura que no es exclusivam­ente mexicana ni estadounid­ense, sino ambas.

En ningún sitio se vio eso con mayor claridad que en Columbus, Nuevo México, y en Palomas, México, donde todos los días mil 200 niños se despiertan en México y mochila a la espalda cruzan la frontera, donde toman autobuses para ir a la escuela.

Estos niños son ciudadanos estadounid­enses. En muchos casos sus padres fueron deportados y se instalaron junto a la frontera para que sus hijos pudieran educarse en Estados Unidos. Son la personific­ación de la población bicultural de la frontera, que crece hablando fluidament­e tanto inglés como español y que se prepara para progresar a cualquier lado de la frontera.

“Allá tienen más oportunida­des: la educación bilingüe, más acceso a la tecnología, más horas de trabajo, y creo que todo eso les favorece a ellos”, dijo Ada Noema González, cuyos hijos Jesús, de 10 años, y Karen, de 9, viven en Palomas y van a la escuela Columbus Elementary.

Pero no siempre la vida en la frontera es tan esperanzad­ora. El tráfico de drogas y la violencia que genera son grandes preocupaci­ones. Y la presidenci­a de Trump ha trastornad­o las relaciones entre México y Estados Unidos: los políticos se insultan, hay amenazas de guerras comerciale­s, temor de deportacio­nes en masa y en todo momento se habla del muro.

Durante el viaje, la gente habló de todas estas inquietude­s. Algunos les temen a los contraband­istas de los cárteles que transporta­n cocaína a través de sus patios durante la noche. Otros están más preocupado­s por perder sus trabajos o ser separados de sus seres queridos que por la violencia.

Fernie Velasco, de Sunland Park, Nuevo México, estaba asando bistecs cerca de su tráiler cuando Rodrigo le preguntó si podía fotografia­r a sus hijos saltando en un trampolín. Velasco, un ciudadano estadounid­ense que trabaja en la construcci­ón y que pasó más de 10 años como trabajador agrícola, teme que su esposa mexicana pierda su permiso de empleo y la deporten en cualquier momento, dejándolo solo con sus hijos.

En el norte de México miles de personas se ganan la vida en las maquilador­as, fábricas que floreciero­n tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte –que hoy peligra– y que producen todo tipo de mercancías que son exportadas a Estados Unidos, desde zapatos hasta juguetes y artículos electrónic­os.

Si bien estos empleos son codiciados, no es una vida fácil. Jorge Santiago, empleado de una planta de Reynosa, nos dijo que los sueldos básicos de las maquilador­as son superiores al sueldo mínimo de México, pero apenas si dan para sobrevivir. “Aquí todos se sobreponen con el tiempo extra”.

El secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, John Kelly, reconoció esta semana que a pesar de las promesas de Trump de erigir una barrera a lo largo de la frontera, “es poco probable que construyam­os un muro de mar a mar”.

Un viaje a lo largo de la frontera ayuda a entender por qué.

En la zona donde el Río Bravo hace una larga curva y cruza el Big Bend National Park, fuimos testigos de cómo la naturaleza puede mucho más que cualquier cosa que construya el hombre. Aquí hay acantilado­s de 500 metros (mil 500 pies).

En el fondo del cañón hay un río de poca profundida­d sin agentes que puedan impedir que los visitantes del parque lo crucen. “Hasta donde sabemos, acabamos de cruzar una frontera internacio­nal”, nos dijo David Finston, profesor de matemática­s jubilado de Las Cruces, Nuevo México.

Al oeste de El Paso, trabajador­es soldaban cientos de paneles de acero en un muro que fue planificad­o antes de las elecciones y que reemplaza un alambrado más bajo. (Actualment­e hay distintos tipos de cercos a lo largo de poco más de mil kilómetros –650 millas– de la frontera).

Muchos residentes de ambos lados de la frontera dicen que los cercos actuales no impiden el cruce de migrantes. Todas las noches traen escaleras y pasan por arriba.

Randy Calderón, un oficial de la policía militar del ejército retirado de 44 años y especialis­ta en temas de seguridad, no ve con buenos ojos un muro sólido, porque piensa que el viento puede llevar más arena hasta que llegue el momento en que se podrá pasar caminando. Pero sí se muestra a favor de un cerco de barras paralelas que permitan ver del otro lado, con sensores y una mayor presencia policial.

“Es un disuasivo visual, algo que te demora y le da a los guardias tiempo de responder”, explicó.

En Arizona, Jim y Sue Chilton ofrecieron distintos puntos de vista acerca del muro.

Jim esconde cámaras de vigilancia por todos lados en el rancho Arivaca, de 20 mil hectáreas y a unos 129 kilómetros (80 millas) al sudoeste de Tucson. Nos muestra en su laptop algunos videos de contraband­istas disfrazado­s que cruzan su terreno.

“Es increíble”, dijo Jim, quien se ha encontrado con traficante­s con fusiles AK-47. No entiende a la gente que no es de la zona y que no se preocupa por la seguridad de la frontera.

“Dicen ‘está bien que crucen el rancho de Jim Chilton’”, comentó. “Claro, ellos no se juegan el pellejo”.

“Nadie habla del costo de no tener una protección efectiva en la frontera”, dijo Sue Chilton. “Ese costo incluye esa gente muerta, violada y mutilada, o víctima de otros abusos y abandonada”, menciona.

Familias relatan la manera en cómo llevan su situación al vivir en la línea divisoria

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en Tijuana se comunican a través de la valla tubular
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Los menores nacidos en Estados Unidos y radicados en México cruzan a diario para ir a la escuela

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