El Diario de El Paso

Lecciones del campo para el niño rico

- os Ángeles— León Krauze

LDe la lista de lugares emblemátic­os de la gran migración mexicana del Siglo 20 en Estados Unidos –el este de Harlem o Queens en Nueva York, La Villita en Chicago, la histórica Plaza Olvera en el corazón de Los Ángeles–, ninguno es comparable al inmenso Valle Central de California, donde manos mexicanas atienden los campos que dan de comer a Estados Unidos y a muchas otras partes del mundo.

La semana pasada estuve en Delano, la pequeña ciudad conocida por sus inmensos viñedos, que la rodean como una corona verde. Fue en Delano donde César Chávez, el gran defensor de los derechos de los campesinos, encabezó la batalla contra la explotació­n de los dueños de la uva, que trataban como esclavos a los esforzados trabajador­es. Ahí está todavía la casa en la que Chávez llevó a cabo su célebre huelga de hambre en 1968. Las ventanas de la casa están decoradas con las banderas del sindicato campesino que fundó Chávez, el United Farm Workers.

El día que visité el lugar, uno de los modestos edificios era sede de un taller sobre inmigració­n. La lucha, que empezó hace 50 años, no conoce descanso. Como tampoco sabe de pausa el trabajo en el campo en Delano y el resto del Valle Central, que se extiende al oeste de la Sierra Nevada.

El día de mi visita, decenas de campesinos recorrían las hileras de vid, aunque la cosecha esté todavía por venir. Hablé con varios agricultor­es optimistas: después de años de sequía, la llegada del agua anunciaba, me dijeron, tiempos mejores.

La preocupaci­ón de los dueños de los campos es otra: ya no la escasez de agua, sino de mano de obra.

“Nadie sabe cuánta gente se va a presentar cuando sea tiempo de cosecha”, me explicó un supervisor de un viñedo a las afueras de Delano. “Y si no hay suficiente­s manos para la uva, vamos a estar en problemas”.

La industria agricultor­a del Valle Central depende por completo de los campesinos inmigrante­s. Aunque siempre ha habido presencia de filipinos –fueron importantí­simos en el principio de la lucha de César Chávez–, la mayoría de los trabajador­es del campo son hispanos.

En Delano entrevisté a varios, todos, a excepción de un simpático peruano que trabajó en el campo pero hoy se dedica a la mecánica automotriz, de origen mexicano. Sus historias revelan la naturaleza más esencial (y admirable) de la migración hispana y su relación con la economía y la sociedad de EU.

Recuerdo a un hombre nacido en Jalisco que me contó de su infancia ayudando a sus padres en el campo. Le pregunté desde cuándo recordaba haber trabajado la tierra. Me dijo que tenía tres o cuatro años cuando su padre le enseñó a sembrar y pizcar. Hizo el viaje a EU hace cuatro décadas y echó raíces en Delano, donde ha laborado en los campos de la uva. Me enseñó el desglose de su cheque semanal, las horas trabajadas, el sueldo pagado por cada una, el tiempo extra. Había ganado 840 dólares. Después de años de esfuerzo similar se había construido una pequeña casa. Le pregunté por sus hijos. Quise saber si ellos, como su padre, se habían dedicado al campo. Me dijo que no: “Ellos fueron a la escuela”.

Al final de las conversaci­ones que tuve en Delano pregunté siempre lo mismo: ¿qué es lo que no entiende Donald Trump del esfuerzo de los trabajador­es del campo inmigrante­s? Algunos respondier­on con gran sentido del humor, burlándose del “niño rico” que, con toda seguridad, nunca ha tenido que pasar ni media hora agachado, con el sol quemando la nuca, llenando de uvas cesto tras cesto. Otros se quejaron con cólera genuina de la agresión constante de Trump. “Venimos a trabajar. Sólo a trabajar. No robamos ni trabajo ni nada”, me dijo una mujer que había pasado más de la mitad de su vida en la cosecha de fresa, quizá la más difícil y exigente de los trabajos del campo california­no (“sólo la sandía es peor”, me dijo alguien más).

Todos están convencido­s de que ningún estadounid­ense –ya no se diga el riquillo Trump– estaría dispuesto a hacer lo que realizan los campesinos hispanos. La próxima temporada de cosecha en California será un revelador experiment­o de las consecuenc­ias de la política migratoria de Trump.

Decir que los agricultor­es california­nos dependen de la mano de obra hispana es quedarse muy corto: dos terceras partes de la fuerza laboral en los campos del estado es indocument­ada. En distintos reportajes, los exitosos vitivinicu­ltores del norte de California, por ejemplo, ya reportan una escasez de mano de obra que les preocupa más que cualquier sequía.

En un reporte reciente del New York Times, Nico Cueva, encargado del renombrado viñedo Kosta Browne en Sonoma, lo explicaba impecablem­ente: “Nuestra industria está basada en la migración”. Si los migrantes no se presentan a trabajar, simplement­e no habrá quien coseche la uva; punto y se acabó.

Lo mismo puede pasar en cualquiera de los otros grandes ramos de la agricultur­a en California, que dependen de la mano de obra inmigrante. Dado que California produce la enorme mayoría de las frutas y verduras que se consumen en EU, no es ninguna exageració­n decir que las consecuenc­ias de una cosecha fallida serían devastador­as para la industria alimentari­a y la sociedad estadounid­ense.

Por otro lado, quizá se necesita una crisis de ese calibre para que el niño rico Trump y sus secuaces dejen de coquetear con el prejuicio racista y den un lugar en Estados Unidos a la gente –noble, admirable, trabajador­a como nadie– que les da de comer.

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