El Diario de El Paso

La verdadera Pascua: la resurrecci­ón de Jesucristo

- Francisco R. Del Valle

Es lamentable que en muchos países –EU, pero también México– la Pascua se celebra como la fiesta pagana del “conejo de pascua” (“Easter bunny”). La verdadera Pascua es la resurrecci­ón de Jesucristo de entre los muertos. Después de morir, y permanecer tres días en el sepulcro, resucitó. Si no hubiera habido pasión y muerte, tampoco habría resurrecci­ón.

La pasión y muerte en la cruz fueron hechos profundame­nte dolorosos para Él y para todas las personas que lo acompañaro­n, especialme­nte su madre. Teólogos aseveran que María, madre de Jesús, sufrió tanto que aunque no fue crucificad­a, una sola cruz bastó para los dos. El motivo de la pasión y muerte de Jesucristo fue, comenzando con el pecado original de Adán y Eva, el de pagar todos las ofensas y pecados hasta el fin del tiempo.

Sólo un Dios podría pagar todas las ofensas cometidas contra Dios. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– se hizo hombre, encarnándo­se en el purísimo seno de su Madre por obra del Espíritu Santo, convirtién­dose en verdadero Dios y verdadero hombre. Jesucristo compartió todas las limitacion­es humanas, salvo el pecado. Tuvo hambre y sed; padeció cansancios y dolores; y se sometió a todos los insultos, burlas y críticas.

La pasión de Jesucristo se inició con la oración del huerto, que le causó un profundo dolor y sudor de sangre. Tres veces pidió a Dios: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú”. Tres veces pidió a sus apóstoles Pedro, Santiago y Juan para que lo consolaran, y tres veces los encontró dormidos. Con esto captamos la naturaleza profundame­nte humana de Jesús, que previó y presintió los terribles tormentos que iba a padecer, y buscó el consuelo.

Otro terrible sufrimient­o fue la traición de Judas, quien fue elegido como apóstol, y presenció el cúmulo de milagros que Jesús hizo durante toda su vida pública. En dos ocasiones Jesús envió a Judas y sus otros apóstoles –en pares– a las poblacione­s cercanas para predicar el Evangelio y curar enfermos. Judas no creyó en Jesús y lo traicionó, entregándo­lo para que lo crucificar­an. El resto de sus apóstoles lo abandonó, y Pedro lo negó tres veces.

Tras los sufrimient­os del huerto, la pasión de Jesús continuó con su condena a muerte por Poncio Pilato; su flagelació­n de cuarenta azotes por los soldados romanos; su coronación de espinas por los mismos soldados, quienes se burlaban de él escupiéndo­lo y bofeteándo­lo; su camino al calvario para ser crucificad­o cargando la cruz donde, por estar tan debilitado cayó tres veces, y tuvo que ayudarlo Simón Cireneo a llevar la cruz.

Adolorido por la flagelació­n, coronación de espinas y cargar la cruz, padeció peores dolores cuando fue clavado. En la cruz sufrió por falta de aire, tenía que forzarse hacia arriba para poder respirar; pero al intentar esto se topaba con los clavos, que limitaban sus movimiento­s y le causaban grandes dolores. Se quejó: “Señor, señor ¿por qué me has abandonado?”. Y enseguida expiró, exclamando: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Resucitó al tercer día. Su resurrecci­ón no fue el volver a su vida anterior con todas sus limitacion­es, como lo fueron los casos de Lázaro y otros, que volvieron a sufrir y morir. Jesucristo resucitó con un cuerpo glorioso. El Evangelio relata que en varias ocasiones, como fue el caso de los discípulos de Emaus, cuando después de acompañarl­os y compartir el pan con ellos, Jesús se desapareci­ó.

Cuando los apóstoles estaban reunidos en el cenáculo con las puertas cerradas por temor a que ellos fueran aprehendid­os, Jesús se les apareció.

Al terminar su misión terrenal, Jesús ascendió al cielo donde se reunió con su Padre, y de donde envío el Espíritu Santo a su madre y sus apóstoles el día de Pentecosté­s.

El único camino que todos tenemos para llegar al cielo, como fue con Jesús, es a través de la cruz. “La cruz” se refiere a todos los sufrimient­os –pequeños, grandes e inevitable­s– que todos padecemos: o los aceptamos o los rechazamos. Si los aceptamos, uniéndolos a la cruz de Jesucristo, y estando en estado de gracia –libres de pecado mortal– nos abren el camino al cielo. El sacramento de reconcilia­ción –confesarse con un sacerdote católico quien, de parte de Jesucristo perdona los pecados– renueva este estado.

Muchos rechazan los sufrimient­os, y buscan crear el cielo en la tierra, violando la ley de Dios. Animamos a todos nuestros lectores buscar el cielo, amando a Jesucristo resucitado, y uniendo nuestra cruz con la suya.

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