Judas, los recortes fiscales y la gran traición
Se suponía que el denario, la moneda de plata de la antigua Roma, era el salario diario de un trabajador manual. De ser así, los recortes fiscales que el uno por ciento más rico de los estadounidenses recibirá, si se revoca la Ley de atención asequible –las reducciones tributarias que son, obviamente, la verdadera razón de la revocación– sumarían el equivalente a unas 500 piezas de plata cada año.
¿Qué inspiró este cálculo? El espectáculo de Mitch McConnell, el líder de la mayoría en el Senado, y de Paul Ryan, el presidente de la Cámara de Representantes, cuando defendieron que Donald Trump despidiera a James Comey.
Todos entienden que a Comey lo despidieron no por sus fechorías durante las campañas electorales –mismas que ayudaron a poner a Trump en la Casa Blanca–, sino porque se estaba acelerando su indagatoria de las conexiones rusas con el equipo de campaña de Trump y, presumiblemente, se estaba acercando demasiado. Así es que esto se parece muchísimo al uso del poder presidencial para encubrir una posible subversión extranjera del gobierno estadounidense.
Y los dos prominentes republicanos en el Congreso parecen estar bien con ese encubrimiento porque la ascendencia de Trump les está dando la oportunidad de hacer lo que siempre han querido, a saber, quitarles el seguro médico a millones de estadounidenses, mientras recortan los impuestos a los ricos.
Así es que se puede ver por qué estoy pensando en Judas.
Por generaciones, los republicanos han impugnado el patriotismo de sus oponentes. Durante la guerra fría, dijeron que los demócratas eran tibios con el comunismo; después del 11 de septiembre, que eran tibios con el terrorismo.
Sin embargo, ahora tenemos lo que puede ser lo auténtico: la evidencia circunstancial de que una potencia extranjera hostil pudo haberse coludido con un equipo de campaña en las elecciones presidenciales de Estados Unidos y podría conservar una influencia inapropiada en los niveles más elevados de nuestro gobierno. Y todos esos autoproclamados patriotas se han callado o peor.
Sólo para ser claros, no sabemos con seguridad que altos funcionarios de Trump, y quizá hasta el propio Trump, sean títeres rusos. Sin embargo, la evidencia es obviamente suficiente para tomarla con seriedad, sólo hay que pensar en el hecho de que Michael Flynn siguió siendo el asesor en seguridad nacional durante semanas después de que funcionarios del Departamento de Justicia advirtieron que estaba comprometido y sólo lo despidieron cuando la historia se publicó en la prensa.
Y sabemos como resolver la incertidumbre restante: investigaciones independientes que realicen funcionarios con firmes poderes legales, aislados de la influencia política partidista.
Así es que aquí es donde estamos parados desde el jueves por la noche: 138 demócratas e independientes llamaron a que se nombre un fiscal especial; sólo un republicano se había unido a ese llamado. Otros 84 demócratas habían llamado a una investigación independientes, al que se unieron seis republicanos.
En este punto, en otras palabras, pareciera que casi todo un partido ha decidido que la potencial traición en la causa de los recortes fiscales para los acaudalados no es ningún vicio. Y eso es, escasamente, una hipérbole.
¿Cómo es que un partido completo se volvió tan no estadounidense? Ya que esta historia ahora va más allá de Trump.
En cierta forma, el conservadurismo está retornando a sus raíces. Mucho se ha dicho de que Trump ha revivido el término “Estados Unidos Primero”, el nombre del movimiento que se opuso a la intervención del país en la Segunda Guerra Mundial.
Lo que es frecuente que no mencione es que muchos de los partidarios de ese movimiento no eran sólo aislacionistas, eran simpatizantes activos de los dictadores extranjeros; hay una línea más o menos recta de Charles Lindbergh que orgullosamente portaba la medalla que recibió de manos de Hermann Goring hasta las cordiales relaciones de Trump con Rodrigo Duterte, el presidente literalmente asesino de las Filipinas.
Sin embargo, el problema más próximo es la transformación del Partido Republicano, que lleva poco parecido, si es que alguno, con la institución que solía ser, por decir, durante las audiencias de Watergate en los 1970.
En aquel entonces, los republicanos en el Congreso estaban por los ciudadanos primero, los militantes después. Sin embargo, el Partido Republicano de hoy se parece más a una insurgencia radical y antidemocrática que a un partido político convencional.
Los analistas políticos Thomas Mann y Norman Ornstein han estado tratando de explicar esta transformación durante años, peleando una batalla cuesta arriba en contra de la falsa equivalencia que sigue dominando en la erudición.
Como notan, el Partido Republicano no solo se ha vuelto “extremo ideológicamente”; es “displicente ante la legitimidad de su oposición política”.
Así es que es ingenuo esperar que los republicanos unan fuerzas con los demócratas para llegar al fondo del escándalo de Rusia –aun si ese escándalo podría golpear las mismísimas raíces de nuestra seguridad nacional.
Los republicanos de hoy simplemente no cooperan con los demócratas, punto. Preferirían trabajar con Vladimir Putin.
De hecho, es probable que algunos de ellos lo hayan hecho.
Bien, es probable que esté siendo demasiado pesimista. Quizá hay suficientes republicanos con conciencia –o, si falla eso, suficientemente asustados de la respuesta electoral negativa–, como para que falle el intento por eliminar la averiguación de Rusia. Uno sólo puede esperar eso.
Sin embargo, es momento de encarar la aterradora realidad aquí. La mayoría de las personas se dan cuenta ahora, yo creo, de que Donald Trump desprecia los valores políticos estadounidenses básicos.
De lo que necesitamos darnos cuenta es de que gran parte de su partido comparte ese desprecio.