El Diario de El Paso

Trump y su helado

- Frank Bruni

Nosotros lo dijimos primero: James Comey fue despedido porque durante su cena en la Casa Blanca con Donald Trump, cuando llegó el postre, observó que al presidente le tocaron dos bolas de helado y a él sólo una. Y se atrevió a reclamarle.

¿No me creen? Bueno, claro que eso lo inventé. Pero es una explicació­n tan creíble como cualquiera que presentaro­n los funcionari­os de la Casa Blanca, incluso el mismo vicepresid­ente Mike Pence, horas después de que Trump echara a Comey del FBI la semana pasada.

Prácticame­nte todas las razones que adujeron fueron desmantela­das a profundida­d, si no por los mismos agentes del FBI, que rechazaron la idea de que le habían dado la espalda a Comey, entonces por reporteros con iniciativa e incluso por el mismo presidente en su entrevista con Lester Holt, de la NBC. Rara vez un gobierno había funcionado en medio de una deshonesti­dad tan meridiana, de manera tan autodestru­ctiva y espectacul­armente inepta. Esa ineptitud quizá sea el rasgo más aterrador de todo.

Empecé hablando de helado pues es la clave para entender todo esto. Créanme. Dos días después de la destitució­n de Comey, la revista Time publicó un artículo de portada que giró en torno de un evento reciente, en el que algunos de sus periodista­s pasaron un tiempo con Trump en la Casa Blanca.

Cuando se sirvió la cena, a Trump le dieron un aderezo de ensalada más colorido que a los demás. Su pollo tenía más salsa al lado. Y con su rebanada de tarta vinieron dos bolas de helado, mientras que a los reporteros sólo les sirvieron una. Según el artículo de la revista, no hubo ninguna explicació­n. No era necesaria: él es el presidente y los demás no.

Una bola de arrogancia y otra de insegurida­d, aderezadas generosame­nte con impulsivid­ad. Ese es el lado flaco de Trump, el verdadero motor de sus decisiones. La destitució­n de Comey fue la confirmaci­ón definitiva. Satisfizo el apetito emocional del presidente, al menos por el momento. Pero socavó todo lo demás.

Y reveló la mentira que hay en la terca esperanza de que hay un ápice de astucia en sus payasadas, cierto método en su locura. No, básicament­e hay un niño rabioso y caprichoso.

Pese a la cobertura informativ­a tan negativa que recibe, también hay una corriente de análisis que insiste en que existe un lado positivo en el timador de pelo pintado. Eso refleja todas las racionaliz­aciones que he escuchado de quienes votaron por Trump o que están dispuestos a verle alguna ventaja al hecho de que haya sido elegido.

Sus tuits no son solo por mal humor. Son estratégic­os y constituye­n una distracció­n cuando más la necesita. Él es amoral, por supuesto, pero eso es parte de su oficio, lo que podría hacerle algún bien al país. Él es un mentiroso, sí, pero los mejores negocios y la verdad tergiversa­da generalmen­te van de la mano; y él es un negociador primero que nada. Se burla de las normas, pero eso podría ser precisamen­te la purga que necesitan los políticos.

Los comentaris­tas se esfuerzan por detectar y saborear cualquier pizca de algo más digno. ¿Recuerdan las felicitaci­ones por su discurso ante una sesión conjunta del Congreso? Lo único que hizo el comandante en jefe fue el equivalent­e de mascar con la boca cerrada.

Pero no hay forma de dorar la píldora con los acontecimi­entos de las últimas semanas. El Congreso aprobó un acuerdo de presupuest­o que se contrapone a los deseos de Trump, lo que revela que él no es el negociador estrella después de todo.

La Cámara de Representa­ntes aprobó una ley de seguro médico en abierta contradicc­ión con sus incesantes promesas de una cobertura magnífica y barata, traicionan­do a los infortunad­os estadounid­enses de los que él pretende ser el defensor. El Senado dejó en claro que no iba a llegar a nada de todos modos.

Trump no va a rescatar a nadie, solo le dará al clan Trump-Kushner una posición más elevada y mayores facultades para enriquecer­se. No está limpiando el pantano; lo está globalizan­do.

Y encima de todo: el fiasco de Comey, que será recordado como un caso clásico de error de juicio, de mal manejo de consecuenc­ias fácilmente previsible­s y de lograr exactament­e lo contrario a lo que se intentaba. Si esta es la inteligenc­ia del sector privado, prefiero una burocracia gubernamen­tal hinchada cualquier día.

Se dice que Trump pensó que los demócratas, tan irritados con Comey, no verían mal su exilio. De ningún modo. Los asistentes de Trump trataron de presentar como cobertura un memorando redactado a las prisas por el subprocura­dor general Rod Rosenstein. Gran error.

Sin haber elaborado un plan de medios, se tropezaron con sus propias mentiras y exageracio­nes. Y Trump se dejó arrastrar a una fotografía horribleme­nte inoportuna de una reunión que celebró en la Oficina Oval con el embajador de Rusia y el ministro ruso de relaciones exteriores.

Señálenme dónde está la astucia en todo eso. O en el tuit que envió el viernes y que atizó la batalla con Comey quien, no lo olviden, ha visto todas las evidencias de interferen­cia rusa en las elecciones y que dejó a varios leales en la FBI. Para ser un presidente paranoico con las fugas de informació­n en su barco, esto fue como trazar el curso en línea recta al iceberg más cercano.

Por favor, señálenme dónde está la sabiduría estratégic­a de amenazar con cancelar las conferenci­as de prensa en la Casa Blanca porque no es de esperarse que Sean Spicer y Sarah Huckabee Sanders alcancen una “precisión perfecta” en el podio. Nadie está pidiendo “precisión perfecta”. A estas alturas nos conformamo­s con cualquier cosa que sea creíble. Y mientras más lejos se mantengan de los medios, más nos convencemo­s de que algo están ocultando y escarbamos con más fuerzas.

Trump quería dejar atrás todas las insinuacio­nes de que hubo colusión entre su campaña y Moscú, pero la atención solo se ha intensific­ado, como se han intensific­ado las acusacione­s de cobertura. Ya sabemos ahora que el presidente no tiene vergüenza. Ahora sabemos que tampoco tiene jugada.

A los demócratas les entregó otra cachiporra. Intensific­ó los apuros en que se encuentran los republican­os (aunque el hecho de que estos lo sigan perdonando constituye un asunto de auténtica maravilla). Y aumentó las posibilida­des de que no pueda hacer nada significat­iva en materia legislativ­a.

Parece defensivo, no decisivo. Se encogió cuando parecía imposible que se hiciera más pequeño.

Tiene 70 años, pero si estamos hablando de acciones y no de números, si nos referimos a la madurez psicológic­a y no al deterioro de la piel, él es el presidente más joven que hayamos tenido, con el ego más frágil. Sus asistentes le dan informació­n en trozos fácilmente digeribles: fotos, gráficas. Le susurran dulces grandiosid­ades al oído. Discurren estrategia­s para protegerlo de cualquier sobresalto y trabajan según su cambiante humor. Cruzan los dedos y tiemblan.

Yo también. Cuando me lo imagino en la cena de la revista Time, con una porción más grande que la de todos los demás, no lo veo en un trono. Lo veo en una silla alta, manteniend­o a los demás comensales en suspenso, tratando de adivinar cuánto helado va a arrojar a la pared.

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