Cómo echar a pique el buque del Estado
Después de la sorpresiva victoria electoral de Donald Trump, mucha gente de derecha, e incluso de centro, trató de sustentar el argumento de que en realidad no sería tan malo. Cada vez que Trump mostraba un resquicio de contención –aunque no fuera más que leer su discurso sin improvisar o dejar de lado a Twitter por uno o dos días– los analistas se apresuraban a declarar que, con eso, Trump había “alcanzado estatura presidencial”.
Pero, ¿podemos ahora admitir que el realmente es tan malo –o incluso peor– como habían previsto sus críticos más duros? Y no es solamente por su desdén hacia el imperio de la ley, lo que quedó tan claramente expuesto en el testimonio de James Comey. Como se pregunta el académico jurista Jeffrey Tobin, si eso no es obstrucción de la justicia, ¿qué es? También está el hecho de que el carácter de Trump, esa combinación de mezquino carácter vengativo y de simple holgazanería, claramente hace que no esté a la altura de su tarea.
Y eso, señores, es un problema enorme. Pensemos, tan solo por un momento, en los grandes daños que ha causado este hombre en múltiples frentes en tan solo cinco meses.
Veamos el caso del seguro médico. Todavía no está claro si llegará el día en que los republicanos puedan aprobar una ley para reemplazar Obamacare (lo que sí está claro es que, si llegan a hacerlo, dejarán sin seguro médico a millones de personas). Pero pase lo que pase en el frente legislativo, hay grandes problemas surgiendo en el mercado de seguros en estos mismos momentos: hay aseguradoras que se está saliendo, dejando sin servicio a algunas regiones del país; otras están pidiendo grandes aumentos en las primas.
¿Por qué? No es, como dicen los republicanos, porque Obamacare es un sistema imposible de hacer funcionar. Los mercados de seguros estaban claramente estabilizados hacia fines del año pasado. Más bien, como ha n explicado las mismas aseguradoras, el problema es la incertidumbre creada por Trump y compañía, especialmente el hecho de no establecer claramente qué subsidios vitales se van a mantener. En carolina del Norte, por ejemplo, Blue Cross Blue Shield presentó la solicitud para aumentar sus primas en 23 por ciento, pero declaró que solo hubiera pedido 9 por ciento si estuviera segura de qué subsidios se van a mantener para repartir los costos.
¿Por qué no se le han dado esas seguridades? ¿Es porque Trump cree sus propias palabras de que puede provocar el colapso de Obamacare y hacer que los votantes culpen a los demócratas? ¿O es porque está demasiado ocupado echando pestes por Twitter y jugando al golf para ocuparse del asunto? Es difícil de saberlo, pero de cualquier modo, esos no son modos de hacer política.
O veamos la notable decisión de tomar el lado de Arabia Saudita en su disputa con Qatar, pequeña nación que alberga una enorme base militar de Estados Unidos. En esta pugna no hay buenos, por lo que la razón recomendaría que Estados Unidos se mantuviera al margen.
Entonces, ¿qué estaba haciendo Trump? No hay pizca de visión estratégica; algunos observadores señalan que es posible que ni siquiera sepa de la existencia de la enorme base militar estadounidense en Qatar y su importantísimo papel.
La explicación más probable de sus acciones, que han provocado una crisis en la región (y empujado a Qatar en brazos de Irán), es que los sauditas lo adularon –en el hotel Ritz– Carlton de El Riad se proyectó su efigie con una altura de cinco pisos– y los cabilderos sauditas gastan enormes sumas en el hotel de Trump en Washington.
Normalmente, consideraríamos ridícula la idea de que un presidente estadounidense pudiera ser tan ignorante de asuntos tan vitales y que fuera inducido a tomar importantes decisiones de política exterior por medios tan burdos. ¿Pero acaso no podemos creer eso de un hombre tan egocéntrico que no puede aceptar la verdad sobre el número de personas que asistieron a su toma de posesión, que se jacta de su victoria electoral en los momentos más inapropiados? Claro que sí.
Consideremos ahora su negativa a abrazar el principio central de la Organización del Tratado del Atlántico del Norte, la obligación de salir en defensa de los aliados, una negativa que provocó asombro y sorpresa en su propio equipo de política exterior. ¿De qué se trata? Nadie lo sabe, pero vale la pena considerar que al parecer Trump despotricó ante los líderes de la Unión Europea por la dificultad de establecer canchas de golf en esos países. Entonces quizá fue mera petulancia.
La cuestión es, insisto, que todo parece indicar que Trump ni está a la altura del puesto de presidente de los Estados Unidos ni está dispuesto a hacerse a un lado y dejar que otros hagan un buen trabajo. Y esto ya está empezando a tener consecuencias reales, desde perturbaciones en la cobertura del seguro médico hasta la ruina de las alianzas y la pérdida de credibilidad en la escena mundial.
Pero, dicen algunos, las acciones están subiendo, ¿qué tan mal pueden estar las cosas? Y es verdad que si bien Wall Street parece haber perdido parte de su entusiasmo inicial por la “trumponomía” –el dólar está de nuevo en el nivel que tenía antes de las elecciones–, los inversionistas y los negocios parecen no estar considerando el precio de una política verdaderamente desastrosa.
El riesgo, empero, es demasiado real. Y sospechamos que el gran dinero, que tiende a equiparar riqueza con virtud, será el último en darse cuenta de lo grande que realmente es el peligro. En muchos sentidos, la presidencia estadounidense es una especie de monarquía por elección, en el que un líder temperamental e intelectualmente incompetente puede causar enormes daños.
Eso es lo que está sucediendo ahora. Y apenas vamos en la decima parte del primer mandato de Trump. Lo peor, con toda seguridad, está por venir.