El Diario de El Paso

EX SECRETARIO­S DE SALUD PIDEN A TRUMP NO TOCAR EL OBAMACARE

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Cada día, el presidente Donald Trump ofrece pruebas de que no puede cumplir el cargo que los estadounid­enses le confiaron. El desastre que es su presidenci­a quedó nuevamente de manifiesto la semana pasada con una conferenci­a de prensa en la que parecía decidido a sembrar la lucha racial en una nación desesperad­a por una visión unificador­a.

Desde la década de 1930 ha sido responsabi­lidad de todo líder estadounid­ense denunciar el nazismo. Pero no hay nada típico en este presidente; instado por algunos de sus asesores y familiares a convocar a la autoridad moral de la presidenci­a para sanar las heridas de la violencia neonazi del pasado fin de semana en Charlottes­ville, Virginia, en vez de eso, emitió ambigüedad­es que solapan la división. Hacer una defensa de los supremacis­tas blancos plantea como nunca antes dudas profundas sobre su brújula moral, su comprensió­n de las obligacion­es de su cargo y su aptitud para ocuparlo.

Esto, en esencia, es donde estamos ahora: una nación encabezada por un príncipe de la discordia que parece divorciado de la decencia y el sentido común.

Las campanas de alarma eran fuertes antes y ahora lo son más. Sus propios aliados las están haciendo sonar. Cinco miembros del Estado Mayor Conjunto dieron una rara reprobació­n, condenando el extremismo racial en el ejército y la nación. Líderes extranjero­s, desde el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, a la Primera Ministra Teresa May, de Gran Bretaña, condenaron la intoleranc­ia y el fracaso del liderazgo en la Casa Blanca.

De todas las muchas quejas y condenas, la más fuerte proviene de la comunidad empresaria­l; los líderes financiero­s y corporativ­os que comenzaron a renunciar a dos consejos asesores de la Casa Blanca a principios de la semana pasada, obligando al presidente a disolver ambos paneles con el fin de ahorrarse la humillació­n de otras desercione­s corporativ­as. Finalmente, la Casa Blanca abandonó un tercer consejo asesor sobre infraestru­ctura, un área donde Trump había esperado cumplir al menos una de sus promesas de campaña para crear empleos.

Según colaborado­res, Trump estaba orgulloso por su actuación del martes, que vio como un reproche a las fuerzas políticame­nte correctas que él piensa están decididas a derrocarlo.

Una medida de la desesperac­ión causada por el comportami­ento de Trump es que nos sentimos extrañamen­te consolados por cosas que en cualquier presidenci­a normal serían motivo de preocupaci­ón. Una de ellas es la incompeten­cia que ha mostrado este presidente. Aparte de amenazas ambientale­s, de seguridad y de proteccion­es financiera­s con órdenes ejecutivas en gran parte incumplida­s, una política demostrabl­e de deportació­n cruel y lamentable­s nombramien­tos judiciales, el peor de los planes de Trump se vino abajo: no pudo destruir la Ley del Cuidado de Salud Asequible (ACA u Obamacare).

Aquí hay otra rareza, otra tendencia a las expectativ­as tradiciona­les. Los estadounid­enses acostumbra­dos constituci­onalmente y políticame­nte al liderazgo civil ahora se encuentran confiando en tres generales y ex generales –John Kelly, el nuevo jefe de personal de la Casa Blanca; H. McMaster, el asesor de seguridad nacional y Jim Mattis, el secretario de Defensa– para frenar a Trump de que haga algo realmente catastrófi­co para el país.

La pregunta más profunda para los partidario­s restantes de Trump no es política sino moral. Es si seguirán siguiendo a un líder está dividiendo al país al abrazar a los extremista­s. Otros líderes republican­os, mientras reclaman el legado de Abraham Lincoln, quien abolió la esclavitud, han sutilmente y no tan sutilmente cortejado a los intolerant­es desde los días de la “estrategia del Sur” de Richard Nixon. Pero Trump ahora ha hecho ese secreto a voces su política abierta. La semana pasada, se despojó de la pretensión y el camuflaje al solapar a los supremacis­tas blancos. Al decidir separar a los estadounid­enses en lugar de reunirlos, abandonó el legado de Lincoln por el legado de los secesionis­tas Robert E. Lee y Jefferson Davis.

Con esto, Donald Trump ha elegido convocar el recuerdo no de los ángeles de la democracia de Estados Unidos, sino a sus peores demonios.

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