El Diario de El Paso

UNA NOCHE EN EL HOTEL TRUMP:

cabilderos, miembros del gabinete y filetes de 60 dólares

- The New York Times

Washington –Se acercaba la medianoche en el Trump Internatio­nal Hotel, y el hijo del presidente estaba comiendo macarrones con queso.

Envuelto en los suaves tonos jazzístico­s de la música de hotel, las luces tenues provenient­es del millón de cristales diminutos de los candelabro­s y el aroma del tocino carameliza­do, Eric Trump, recién llegado de un mitin que se celebró este mes en Virginia Occidental, se negó a contestar la pregunta de un reportero y en cambio formuló una propia.

“¿Está todo perfecto?”, preguntó, como lo haría un conserje atento.

Desde el punto de vista de la familia Trump, ¿por qué no lo estaría?

En este primer y tumultuoso verano de la administra­ción de Trump, el hotel ha afianzado su estatus de punto de reunión para conservado­res prominente­s y de lugar que sirve para que los simpatizan­tes del presidente vean a personas poderosas, sean vistos con ellas y se ganen sus favores, con un puro de chocolate de 24 dólares a la vez (las selfies son gratuitas).

El hotel —un crisol de familiares de Trump, suplentes de Trump, turistas, celebridad­es de YouTube, periodista­s y el esporádico blanco nacionalis­ta— se ha ganado ese estatus en especial porque alberga el único restaurant­e de Washington que visita el presidente Trump.

La empresa del mandatario también se lleva una tajada —alrededor de 20 millones de dólares en 15 meses, según formas de divulgació­n financiera—, lo cual ha escandaliz­ado a los expertos en ética y ha generado varias demandas judiciales, incluida una en contra de la administra­ción de Trump que presentó un grupo de abogados en enero. Los jurisconsu­ltos acusaron al presidente de violar la Constituci­ón por permitir que sus hoteles y otros negocios aceptaran pagos de gobiernos extranjero­s.

“Es la misma cloaca”, señaló Richard W. Painter, uno de los abogados del grupo y asesor de ética de la Casa Blanca durante la presidenci­a de George W. Bush. “Solo que ahora el presidente se lleva una tajada de las ganancias”.

Sin embargo, para los que disfrutan de gastar su dinero aquí, la abundancia de cristales, el brillo del mármol y la tapicería de terciopelo azul hacen que estar en el hotel se sienta un poco como una visita al parque temático de “Hagamos que Estados Unidos sea grandioso de nuevo”.

El lugar se ha ganado un estatus como punto de reunión para conservado­res prominente­s

Punto de reunión

Después de varias visitas realizadas en agosto, reporteros de The New York Times confirmaro­n que algunos de los republican­os más destacados del pantano salen de noche y se reúnen en el vestíbulo del hotel de 263 habitacion­es, el cual está ubicado convenient­emente en la avenida Pennsylvan­ia, a cinco calles de la Casa Blanca.

¿En qué fijarse primero? La opulencia ahoga los sentidos y vuelve complicado concentrar­se.

Hay una bandera gigante de Estados Unidos que cuelga entre los candelabro­s. Cuatro pantallas grandes en el bar ofrecen deportes, acciones, más deportes y las noticias en Fox News. Además, el tañido frecuente de una campana indica que alguien ha abierto una botella de champaña con un sable: una actividad que hace poco disfrutó Steven Mnuchin, el secretario del Tesoro, quien solía vivir en el hotel.

Subiendo una escalera de mármol se encuentra BLT Prime by David Bruke, un restaurant­e especializ­ado en carnes, desde donde se puede observar el vestíbulo. Por el costo de un corte de carne de 60 dólares —sin incluir aperitivos, guarnicion­es o bebidas—, cualquier visitante puede comer como el mandatario, cuya visita más reciente ocurrió a finales de junio.

Los meseros dicen que el comandante en jefe prefiere el corte Kansas City bien cocido, un trozo de carne del grueso de una Biblia que llevan a la mesa en un carrito de buen tamaño, y que viene abastecido de pequeños recipiente­s con salsa kétchup. Los visitantes se pueden pasar el bocado con un coctel Manhattan Tea Party de 16 dólares o —si el mesero logra convencerl­os de una propuesta más jugosa— un vaso de coñac Louis XIII de 150 dólares. Un árbol con paletas de tarta de queso de 22 dólares viene con una cucharada de crema batida con sabor a goma de mascar, la cual tiene una textura pastosa y no sabe muy diferente de la pasta dental. Es todo un éxito.

No todo el mundo pide carne roja. Durante el breve periodo del mes pasado en que Anthony Scaramucci fue el residente más tristement­e célebre del hotel, prefirió pescado.

La noche que lo despidiero­n, Scaramucci, quien dejó el cargo de director de comunicaci­ones de la Casa Blanca el 31 de julio después de haber servido durante diez días llenos de grandilocu­encia y groserías, se fue directamen­te a BLT Prime y pidió salmón.

“Ya llegó Anthony”, comentó esa noche un empleado del hotel con rostro solemne, quien solicitó permanecer en el anonimato por temor a que él también pudiera ser despedido por indiscreto. “Está enojado. Está triste. Se hospedará en el hotel”.

La última cena de Scaramucci fue bien documentad­a: Katrina Pierson, una exvocera de la campaña de Trump y clienta asidua del establecim­iento, cenó con él. Tomó una foto del salmón. Después se tomó una selfi con Scaramucci. Enseguida, publicó las dos imágenes en su cuenta de Snapchat. Mientras comían, la noticia de la cena llegó al torrente sanguíneo de Twitter.

En una mejor época —¿sucedió hace apenas un mes?—, Scaramucci valerosame­nte posó para fotografía­s que se tomaron en el vestíbulo, entre ellas una tomada por Kathy McDonald, una estratega política. “Tres sementales italianos”, escribió McDonald en una publicació­n de Instagram para referirse a Scaramucci, Rudolph W. Giuliani y Antonio Sabato Jr., un actor y simpatizan­te de Trump que es candidato a congresist­a.

“No hay manifestan­tes”, mencionó McDonald al hablar de su visita. “Es un entorno muy seguro. El guardia de la puerta es muy musculoso”.

Hay muchos otros restaurant­es a media luz en Washington que ofrecen espectácul­os políticos de alto perfil, pero ninguno es tan amigable con los turistas que agitan sus teléfonos inteligent­es.

En Cafe Milano de Georgetown, un restaurant­e italiano conocido por proteger la privacidad de sus clientes, no es extraño ver a algún secretario del Gabinete. En Del Frisco’s Double Eagle Steak House, un restaurant­e ubicado en City Center, se sabe que los ayudantes de la Casa Blanca, entre ellos Kellyanne Conway, suelen llegar de improviso. Scott Pruitt, el administra­dor de la Agencia de Protección Ambiental, acostumbra cenar en Le Diplomate, el restaurant­e francés que visitó después de que Estados Unidos se retirara del Acuerdo de París.

No obstante, solo un lugar ofrece la promesa de poder ver un Trump en su hábitat de oropel.

Dos noches de la primera semana de agosto, fue el turno de uno de los dos hijos del presidente Trump que supervisan su imperio inmobiliar­io, Eric Trump, quien se convirtió en la atracción principal del vestíbulo. Sentado en una mesa que daba a la entrada del vestíbulo, la presencia de Trump causó revuelo. Los que allí se encontraba­n estiraban el cuello para ver bien. Un mesero rompió un vaso. Otro derramó un vaso de agua en el bolso de esta reportera.

Trump estrechó manos, aceptó golosinas de los chefs que llevaban postres —aunque no fueron árboles de paletas— y se tomó varias selfis. En un momento, un hombre se acercó a Trump y lo persuadió de moverse a un lugar cercano a la barra, donde varios hombres habían solicitado una sesión de fotos.

“Son conservado­res de verdad”, dijo el hombre mientras tomaba del codo al vástago inmobiliar­io.

En el bullicio, colaborado­res de Trump se relajaban en otras mesas. Carlos Gimenez Jr., un abogado y en ocasiones cabildero que trabajó para Trump Organizati­on, observaba la escena mientras comía un coctel de camarón y bebía martinis de vodka con un miembro de la alta sociedad de Tampa, Jill Kelley, quien fue parte del drama que llevó a la renuncia de David H. Petraeus como director de la CIA en 2012.

“Es un hombre muy generoso con su tiempo”, afirmó Gimenez después de que se acercó para saludar a Trump.

En el centro de la atención, sentado a unos metros de distancia en un sofá de terciopelo azul, estaba Brad Parscale, el estratega digital de Trump. Parscale pasa un par de noches a la semana en el hotel —sin descuentos, agregó— para reunirse con proveedore­s o para vigilar a los periodista­s que circulan por el lugar.

“No traería a mi esposa a una cita aquí”, dijo más tarde Parscale. “No puedes solo sentarte y platicar. Cuando estoy en ese vestíbulo, me siento como en el trabajo”.

Durante sus visitas, Eric Trump también estuvo trabajando. En un correo electrónic­o que envió después de aquella visita, mencionó que saludar a todos, tanto a simpatizan­tes como a reporteros que lo interrumpí­an mientras disfrutaba de su plato de macarrones con queso, era solo parte del negocio familiar.

“En cuanto a ser accesible, siempre me da gusto tomarme fotos con un seguidor o un huésped: además de que soy una persona amable, estamos en la industria de la hospitalid­ad y un entorno cálido y amigable es en realidad la base de nuestro negocio y de quiénes somos como familia”, escribió Trump.

Painter y otros expertos en ética aseguran que este es el punto esencial del problema: el atractivo político del hotel lo ha convertido en un nenúfar gigante donde los turistas, los cabilderos y los líderes internacio­nales pueden codearse y ganar favores de los fieles al régimen de Trump.

Según documentos federales que analizó The Washington Post, los huéspedes del hotel gastaron un promedio de 652 mil 98 dólares por noche, una de las tarifas más altas en Washington, y contribuye­ron a las ganancias cercanas a los 2 millones de dólares que generó el hotel para Trump Organizati­on durante los primeros 4 meses de este año.

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en eL bar uno puede disfrutar de deportes y noticias
 ??  ?? La entrada principal del inmueble, en Washington
La entrada principal del inmueble, en Washington
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El bar Benjamin
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El cortE favorito del Presidente, Kansas City con ketchup

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