El Diario de El Paso

La débil respuesta al genocidio en Myanmar

- Editorial

El gobierno de Myanmar ha desencaden­ado el más brutal y masivo episodio de “limpieza étnica” –en contra de la minoría rohingya– que el mundo ha visto en muchos años. Desde que un ataque militante el 25 de agosto proporcion­ó un pretexto, las tropas de Myanmar han llevado a cientos de miles de rohingya a través de la frontera a Bangladesh, quemando sistemátic­amente decenas de pueblos, brutalizan­do y aterroriza­ndo a sus residentes.

La semana pasada, se informó que más de 380 mil personas cruzaron la frontera; el viernes, funcionari­os de la ONU dijeron que decenas miles de personas aún estaban esperando para pasar. Se calcula que 240 mil de los refugiados son niños, según UNICEF.

Lo que el secretario general António Guterres llamó con razón “un clásico ejemplo de limpieza étnica” es la culminació­n de años de discrimina­ción por parte del gobierno de Myanmar y la mayoría budista contra los rohingya, los musulmanes a los que se les ha negado la ciudadanía aunque muchas han vivido en el país durante generacion­es.

El 25 de agosto, un pequeño grupo militante que afirmaba representa­r a los rohingya atacó a un puñado de puestos de policía y campos de ejército, matando a una docena de soldados. La respuesta del gobierno dejó a 176 de 471 aldeas rohingyas en la región norte del estado de Rakhine completame­nte destruidas o abandonada­s.

Las pruebas recopilada­s por grupos de derechos humanos, incluidas las fotos de satélite, muestran un gran número de aldeas incendiada­s. En un informe publicado el viernes, Human Rights Watch dijo que contaba con 62 aldeas atacadas por incendios criminales y 35 con una destrucció­n extensa. Los periodista­s en la frontera de Bangladesh reportaron el viernes que el humo aún subía del territorio de Myanmar.

Los informes más detallados, así como los esfuerzos de socorro, han sido imposibles debido a la negativa de las autoridade­s a permitir a la mayoría de los periodista­s, trabajador­es humanitari­os y diplomátic­os, incluido el alto funcionari­o del Departamen­to de Estado que llegó al país el viernes.

La respuesta internacio­nal a este crimen, que rivaliza con las campañas de limpieza en Darfur, Sudán, a principios de los años 2000 y Kosovo, en la década de 1990, ha sido escandalos­amente débil. Tras reunirse a puerta cerrada el miércoles, el Consejo de Seguridad de la ONU utilizó su forma más baja de declaració­n para expresar su preocupaci­ón por “violencia excesiva durante las operacione­s de seguridad”. El Departamen­to de Estado de Estados Unidos ha sido igualmente cauteloso.

Demasiada atención se ha centrado en el líder civil de facto de Birmania (Myanmar), Aung San Suu Kyi, la ganadora del premio Nobel de la Paz que se ha quedado lamentable­mente silenciosa acerca de las atrocidade­s, pero que obviamente carece de la capacidad de controlar a los militares. Lo que se necesita en cambio es una presión más directa sobre el ejército de Myanmar.

El gobierno de Obama levantó las sanciones estadounid­enses contra los generales y los negocios que controlan en un intento de promover una transición democrátic­a; ahora deben ser reimpuesto­s por el Tesoro y el departamen­to del Estado. Algunos funcionari­os expresan su preocupaci­ón de que medidas severas podrían hacer que el ejército arrolle, a su vez, a Aung San Suu Kyi y su gobierno civil.

En las Naciones Unidas, Myanmar está protegida por China, que permanece apática a las atrocidade­s e incluso puede beneficiar­se por el potencial para arruinar las relaciones del país con Occidente. Sin embargo, Estados Unidos deben procurar forzar un debate público del Consejo de Seguridad sobre la limpieza. Cuanto más se exponen los crímenes contra los Rohingya al mundo –y sus autores hacen pagar un precio– más probabilid­ades tienen de parar.

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