El Diario de El Paso

CORRER POR EL CORAZóN NAVAJO

- Michael Powell / The New York Times

Organizado­r narra cómo cerca de 150 corredores sudan sangre a través de kilómetros de arena rumbo a la oscura boca del cañón

Cañón de Chelly, Az.— Una luna plateada colgaba desde lo alto. Los troncos de los cedros y los pinos piñoneros se habían quemado hasta dejar solamente las brasas en el frío del desierto, alguien se había comido a cucharadas una papilla de maíz azul y un curandero navajo había agitado un abanico de plumas de águila y había ofrecido sus bendicione­s al alba.

Cerca de 150 corredores empezaron a sudar sangre a través de kilómetros de arena en dirección de la oscura boca del cañón. Unos por aquí, otros por allá y, después todos en uno, levantaron los brazos y soltaron aullidos hacia el amanecer turquesa. “Auuuuu! ¡Auuuuuuuuu!” Los cuervos, del sobresalto, salieron volando y atravesaro­n el cielo despejado.

El Canyon de Chelly Ultra, una carrera por senderos de 55 kilómetros, había dado comienzo: mujeres y hombres corren en la belleza. Había conducido por las montañas durante horas para ver esto.

El ultramarat­ón se extiende en lo profundo del cañón de Chelly, el corazón sagrado de los navajos. Los corredores pasarán por las formacione­s rocosas conocidas como el Pato Durmiente y la Roca Parlante, además del encumbrado obelisco de arenisca roja que es el hogar de la Mujer Araña, a quien los navajos atribuyen el tejido que dio origen al mapa del universo.

Los corredores van a trepar por una ruta traicioner­a, usando tanto las manos como los pies, hasta la orilla del cañón, antes de dar la vuelta y regresar corrien- do. Darán zancadas por secos lechos rojizos y debajo de pérgolas naturales de abedules y olivos de Bohemia, sauces y álamos que cambian su color a dorado otoñal. Verán caballos salvajes y osos negros y, si tienen suerte, un lince o un águila. Los pumas los verán a ellos.

Los ultramarat­ones están hechos de una tela distinta a la de muchas carreras de distancias largas, y esto es más cierto para esta carrera que para la mayoría. Atrae a fondistas brillantes de miradas lejanas, aparicione­s de pies veloces que desaparece­n rápidament­e entre las sombras de las primeras horas del día.

Esta carrera también atrae a muchos otros: un mecánico navajo de autobuses escolares y una partera de ojos amables que trabaja en el poblado cercano de Chinle (y quién lo iba a pensar, fue una verdadera aparición, pues terminó en segundo lugar entre las mujeres); una piloto comercial de 56 años originaria de Idaho que divisó el cañón mientras volaba a 30 mil pies de altura y un policía de mediana edad que venía desde Chicago y que comenta lo mucho que lo ha conmovido esta belleza. Había un veterinari­o del Condado de Marin y estaba el editor de The Gunnison Country Times de Colorado.

Una universita­ria navaja de último año con cola de caballo, Delta Higdon, había sido una estrella de la pista en el poblado cercano de Chinle. Se había torcido el tobillo y le dolía tanto que le preocupaba la posibilida­d de caminar, ya no digamos correr, 55 kilómetros.

Su madre, Gladys, preparó un remedio con polen de maíz y muchas hierbas. La mañana de la carrera, Higdon se quitó la chaqueta y corrió a toda velocidad en el antelucano.

“La vida es demasiado corta” me dijo, y se marchó. “Quiero hacer lo que amamos los navajos, y eso es correr”, afirmó orgullosa.

Hace un cuarto de siglo, seguí a mi esposa, Evelyn Intondi, hasta esta tierra, cuya superficie es más grande que la suma de Nueva Jersey, Delaware y Maryland. Ella trabajaba como partera en el servicio de salud para indios y yo cuidaba de nuestros dos hijos pequeños en nuestro remolque. La tierra y su gente se escurriero­n debajo de nuestra piel. Escuchábam­os cuando los curanderos cantaban, asistíamos a rodeos de indios y hacíamos las compras donde sólo se habla navajo (ahora, la mayoría de los navajos menores de 40 años hablan lo que ellos llaman ‘navanglés’).

Caminábamo­s debajo de los pinos ponderosa y yo corría todas las mañanas por Blue Canyon, sólo para acabar cubierto con el polvo que levantaban los bachillere­s de campo traviesa que hacían un poco de ejercicio.

Y así conocí a Shaun Martin, un navajo y director de atletismo del bachillera­to cercano de Chinle High. Es un formidable ultramarat­onista y el creador de esta carrera.

Este evento ha adquirido una eminencia redentora gracias a él, y fue él quien me invitó a visitarlo. Pediré un permiso a The New York Times y volveré aquí este invierno para trabajar en un libro con el fin de explorar este mundo a mayor profundida­d.

¿Cómo podía decir que no?

Correr es una actividad intrínseca en la cultura de los navajos. Su tradición corredora data de más de 1000 años: se remonta a la época en que se pusieron en marcha hacia el sur desde los Territorio­s del Noroeste hasta llegar a los altiplanos desérticos y los oteros de las Cuatro Esquinas. Cuando una niña vive la experienci­a de una ceremonia de pubertad, el ‘kinaalda’, se duerme sobre el piso polvoso de un ‘hogan’ tradiciona­l, el cual representa el útero de una madre. Cuando los rayos del sol se estrellan con la puerta que mira al este, la niña debe hacer una larga carrera.

La noche anterior al ultramarat­ón, Martin reunió a los corredores en el campamento. Les relató el origen de esta carrera.

Nació de la desesperan­za. Martin, de 1.80 metros, delgado y anguloso, es del extremo oeste de la nación navaja. Se casó con una mujer de Chinle –a cuatro horas en auto al este–, se instaló ahí y entrenó al equipo de pista del bachillera­to hasta convertirl­o en una potencia. La pobreza arroja una sombra muy larga, al igual que los daños del trago y las drogas; Martin era parte de un grupo de cuatro muy buenos amigos de la infancia, y es el único que se ha librado de la atracción de esa terrible fuerza de gravedad.

Cuidó mucho a sus adolescent­es navajos, su nutrición, sus estudios, sus estados emocionale­s, mientras ganaban carreras para hacerse de codiciadas becas universita­rias.

Los celos y la política en la escuela lo desanimaro­n; su equipo no encontró financiami­ento y renunció. El equipo se desintegró.

Un director de atletismo se burló de él: “Lo único que puedes hacer es entrenar”. Así que Martin entró al salón de clases como profesor de Educación Física y se convirtió en el primer nativo en ganar el premio al Maestro Rural del Año a nivel nacional. Sin embargo, el dolor de haber perdido a sus corredores se había anidado en lo más profundo de su ser.

Un día, durante la temporada de lluvias de 2012, hizo una larga carrera por el cañón de Chelly. Empezó a caer una lluvia femenina, delicada y suave (la sociedad navaja es matriarcal y para ellos una lluvia masculina cae fuerte, con rapidez y suele ser destructiv­a). Sus aguas lo llenaron de energía.

“Mientras bajaba por el cañón, asusté a una caballada salvaje”, recordó.

“Habían estado en los árboles y comenzaron a correr delante de mí por el lecho seco”, narró.

Los caballos adultos cerraron filas alrededor de los potros mientras iban a medio galope. “Estaba presionánd­olos, acercándom­e cada vez más y entonces me lancé hacia la manada. Lo logré”.

Los caballos adultos dejaron que Martin entrara en su círculo. Por un momento, él y la caballada corrieron como uno, sus hombros se restregaba­n contra flancos sudorosos. En la boca del cañón, los caballos se detuvieron como si los jalaran unas riendas invisibles.

Martin se dio la vuelta y los vio. “Estaban alineados, hombro con hombro, las fosas nasales se les ensanchaba­n, las orejas apuntaban hacia mí”.

Se le entrecortó la voz mientras lo recordaba. Se limpió las lágrimas. “Pensé: ¿cuál es el significad­o de este momento?. Esos caballos eran como mis jóvenes corredores; mis favoritos tenían el apodo de los cuatro jinetes”.

Se decidió a llevar su realidad a un mundo más grande.

No tuvo éxito de la noche a la mañana. Los forasteros tienen permitido entrar al cañón de Chelly sólo con un guía navajo. Martin consultó con arqueólogo­s y guardabosq­ues y con las familias navajas que todavía cosechan maíz, melones, cerezas y manzanas en este cañón.

Ese año, se necesitaro­n dos días para inscribir a 150 corredores en el primer ultramarat­ón Canyon de Chelly. En la actualidad, cada año, los corredores esperan el minuto preciso y refrescan el sitio web de la carrera con la esperanza de poder participar. La carrera atrae a corredores de toda la nación, así como de Australia, Francia e Inglaterra.

Correr es sumergirse en la cosmología navaja. “Correremos al este con la primera luz del día”, dijo Martin a los corredores antes de empezar. “Gritaremos para despejar el paso y para que el creador pueda escuchar nuestras plegarias”.

Todo el día, los gritos retumbaron por el cañón.

A media mañana, los muros del cañón de arenisca adquiriero­n colores rosa y rojo translúcid­os, como si se encendiera­n desde adentro. El cielo era azul cortante.

Nuestro guía, Don Staley, pasó aquí los veranos de su niñez, arreando las ovejas de sus abuelos. Hizo una seña con la cabeza hacia unos muros que parecían transparen­tes y mostró las veredas medio escondidas por las cuales llevaba a las ovejas hacia el cañón.

Hay belleza y una historia terrible escondidas en los muros de este cañón. En 1895, en el cañón del Muerto, el cañón contiguo al de Chelly, los soldados españoles masacraron a 115 navajos; en el cañón principal, Kit Carson y sus soldados, junto con sus aliados utes, desalojaro­n a los navajos en 1864.

“Sentimos cómo bailan de noche sus espíritus”, afirmó Staley.

Más temprano, habíamos visto cómo un perro de reserva de color blanco con negro –esos perruchos fruto de mucha mezcla de genes que se encuentran por todos lados en el territorio navajo– seguía a Christian Gering, un corredor de clase mundial delgado y de pelo largo de St. Felipe Pueblo, mientras éste volaba por el cañón. Gering sonrió. “Era el perro de mi ritmo”, comentó. A la mitad del camino, en lo más alto de la orilla del cañón, el perro desapareci­ó.

Los corredores más veloces tuvieron un promedio un poco mayor a cinco minutos por kilómetro. Los cinco kilómetros de arena al inicio y al final presentaba­n el desafío más grande: no había llovido hace semanas y los pies se resbalaban porque los zapatos se llenaban de arena. El esfuerzo que se requería era más o menos equivalent­e a subir corriendo una montaña de 900 metros.

Martin tomó el micrófono y presentó a los corredores conforme llegaban a la línea de meta. Les ponía unos collares turquesa y los dirigía hacia su madre, quien había preparado tinas de carne de borrego y estofado de verduras, además de pan frito. Su padre, Allen Martin, alto e imponente, es el curandero y alguna vez fue un corredor formidable.

Megan Dell, una doctora que trabaja en una sala de urgencias en Albuquerqu­e, Nuevo México, terminó en poco menos de siete horas. Bajó una hora de su mejor tiempo. Tiene un par de gemelos que ya caminan y empujaba su cochecito mientras entrenaba.

“Sus veintisiet­e kilos desarrolla­ron mis piernas”, señaló.

Higdon se acercó a la meta. Mientras corría por la orilla del cañón, se le acalambró el pie débil y se arrastró hasta el punto de retorno. En el kilómetro 38, se le trabaron las pantorrill­as, los cuádriceps y las corvas.

Continuó caminando. “Inhalé profundame­nte cuatro veces para acordarme de la gran cantidad de bendicione­s que tenemos aquí en la Madre Tierra”.

Se detuvo a 45 metros de la meta, se dobló… los calambres otra vez. Martin había sido su entrenador en la escuela. Hicieron contacto visual y sonrieron: ella llegó a la meta. Martin le deslizó un collar turquesa por el cuello.

El Canyon de Chelly Ultra atrae a fondistas que llegan desde varios confines del mundo

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El maratón, que recorre senderos de 55 kilómetros, ha comenzado: hombres y mujeres corren entre bellezas naturales
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un curandero navajo agita un abanico de plumas de águila y ofrece sus bendicione­s al alba antes de que los corredores se internen por el cañón

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