El Diario de El Paso

Confirman palabras de Trump su racismo

- David Atkinson (Atkinson es profesor asociado de historia en la Universida­d de Purdue).

La referencia del presidente Donald Trump a Haití, El Salvador y las naciones de África como “países de mierda” refleja su continua antipatía hacia los inmigrante­s no blancos. Junto con su campaña presidenci­al –en la cual afirmó que muchos inmigrante­s mexicanos son violadores y narcotrafi­cantes–, y recienteme­nte con afirmacion­es de que los inmigrante­s haitianos tienen SIDA o que los nigerianos viven en chozas, parece claro que la política antiinmigr­ante del presidente está impulsada por un profundo racismo personal.

La retórica nativista de Trump evoca uno de los episodios más oscuros de la política de inmigració­n de inspiració­n racial: la implementa­ción de un sistema nacional de cuotas a principios de la década de 1920. Y, sin embargo, también hay una diferencia llamativa e inquietant­e. Incluso en la década de 1920 –un período que ejemplific­aba los peores impulsos del nativismo estadounid­ense– los prominente­s defensores de la restricció­n inmigrator­ia a menudo trataban de evitar explícitam­ente los argumentos despectivo­s y abiertamen­te racistas contra los inmigrante­s, prefiriend­o en cambio disfrazar su intoleranc­ia con eufemismo y ofuscación siempre que fuera posible.

Cada vez que su verdadera intención racista se hacía pública –como descubrió nuevamente Trump el viernes–, su intoleranc­ia amenazaba con dañar el apoyo político de los inmigrante­s en el país y socavar los objetivos de política exterior en el extranjero.

Mientras que las frecuentes declaracio­nes nativistas de Trump reflejan las actitudes raciales de una era xenófoba de generacion­es anteriores, la incapacida­d del presidente para modular sus verdaderos sentimient­os revela no sólo una sensibilid­ad política defectuosa, sino también una tensión más inquietant­e de racismo personal.

La Ley de Cuotas de Emergencia de 1921 y la Ley de Inmigració­n de 1924 se dirigieron específica­mente contra los inmigrante­s del sur y este de Europa. Estos estatutos se inspiraron en nociones largamente repugnante­s de la aptitud física y la degeneraci­ón, junto con las ansiedades sobre el radicalism­o, la pobreza y la inestabili­dad que acompañaro­n el final de la guerra en Europa. Personas de países como Italia y Polonia fueron calificada­s como racialment­e inferiores y, en última instancia, imposibles de asimilar en comparació­n con sus vecinos del norte y oeste de Europa.

La ley de 1921 impuso cuotas de 3 por ciento a los inmigrante­s europeos en base a su presencia numérica según lo registrado por el Censo de 1910. Esto limitó intenciona­lmente a los inmigrante­s “indeseable­s” de lugares como Hungría y Rumania, al tiempo que permite un mayor número de inmigrante­s de lugares ostensible­mente “deseables” como Gran Bretaña y Escandinav­ia. La Ley de Inmigració­n de 1924 hizo que el sistema de cuotas fuera permanente y aún más restrictiv­o al establecer porcentaje­s aún más pequeños basados en el Censo de 1890.

Estos actos fueron inequívoca­mente racistas y el sentimient­o continuó durante varias décadas.

El presidente Lyndon B. Johnson encapsuló perfectame­nte el sentimient­o que animaba estas leyes cuando presidió su derogación en 1965, declarando que las estatuas “antiameric­anas” erigían “barreras gemelas de prejuicio y privilegio” que representa­ban “un error cruel y duradero en la conducta de la nación estadounid­ense”.

Pero incluso en medio de la atmósfera tóxica del nativismo y el antisemiti­smo que caracteriz­aron los primeros años de la posguerra, muchos de los principale­s defensores de la restricció­n de la inmigració­n entendiero­n que declaracio­nes descaradas de inferiorid­ad racial y estallidos humillante­s de insultos nacionales eran inapropiad­os y a menudo contraprod­ucentes. En cambio, incluso los restriccio­nistas más ardientes comúnmente camuflaron su racismo.

Cuando Johnson publicó sorprenden­temente el consulado de su propio país en Holanda, observacio­nes inéditas sobre refugiados judíos, muchos estadounid­enses se sorprendie­ron por el antisemiti­smo rampante y el racismo apenas oculto que impregnaba los comentario­s.

Incluso durante un período de feroz sentimient­o antiinmigr­ante, muchos partidario­s de la restricció­n todavía considerab­an la discrimina­ción flagrante al menos impolítica y en algunos casos más allá de lo palmario. Las considerac­iones políticas y diplomátic­as tendían a aliviar los peores excesos de nativistas prominente­s, que al menos trataban de disfrazar su racismo.

Hoy, las posibles consecuenc­ias diplomátic­as de los prejuicios del presidente son igual de peligrosas, ya que las fuerzas estadounid­enses apoyan las operacione­s antiterror­istas en el Cuerno de África y en la región transsahar­iana. A medida que el insulto y la burla continúan emanando de la Casa Blanca, es importante recordar cuán potencialm­ente perjudicia­l es, incluso para los estándares de nuestra historia más objetable.

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