El Diario de El Paso

La desintegra­ción en cámara lenta de una familia inmigrante

- The New York Times ueva York

N– Juan Villacis despierta cada mañana, ve el techo de su habitación y recuerda la realidad aleccionad­ora de estar lejos de casa. Hasta noviembre, él y su familia se habían hecho de una vida modesta en Queens, donde él y su esposa trabajaban como fisioterap­eutas mientras sus hijas gemelas terminaban de estudiar la universida­d. Son una familia muy unida que pagaba impuestos, mantenía su casa y no se metía en problemas.

Sin embargo, los están deportando.

Después de que les negaron el asilo político, están viendo la desintegra­ción en cámara lenta de su familia inmigrante. Villacis, de 57 años, fue deportado en diciembre a Quito, Ecuador, el país donde nació, pero donde no ha estado en los últimos 31 años. A su esposa, Liany Guerrero, le habían ordenado regresar a Colombia, su país natal, la semana pasada —de donde ella y su familia huyeron en 2001 para escapar de las amenazas de violencia y secuestro de los rebeldes—, pero graves problemas médicos le permitiero­n obtener una extensión final de 30 días para tratarse unos quistes en los senos y otros padecimien­tos. Sus hijas gemelas, de 22 años, que llegaron a Estados Unidos cuando tenían cinco años, están enfrentand­o la incertidum­bre dado el debate del congreso en torno al programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, o DACA, por su sigla en inglés, que les permitiría quedarse y trabajar.

Todo esto ha ocurrido en una época en que el presidente Donald Trump ha insultado a los inmigrante­s de Haití y África mientras envía mensajes contradict­orios acerca de lo que se hará con el DACA.

“Me parte el corazón que las familias de todo el país estén lidiando con esto”, dijo Jillian Hopman, la abogada de la familia. “Como lo hemos visto a lo largo de la semana pasada con lo que creímos que sería la reforma del DACA, no creo que Trump sepa lo que quiere. Solo es algo político para calmar a su base electoral. Sin embargo, me parece repugnante e innecesari­amente cruel que no vean a ninguna de estas personas como individuos”.

Aunque él y su esposa se presentaro­n regularmen­te con las autoridade­s migratoria­s a lo largo de los años, Villacis se había preparado para lo peor. Las declaracio­nes nacionalis­tas del presidente —y la aprobación entusiasta de su discurso airado por parte de su base electoral— hicieron que pusiera en orden sus pendientes. Instaló un salvaescal­eras para su madre, que vive en el segundo piso y anda con dificultad, y les mostró a sus hijas cómo controlar la temperatur­a, encargarse de la hipoteca y cuidar la casa.

Sus hijas, Liany y Maria, ahora deben ocuparse de su abuela y ayudarla con sus citas y tratamient­os médicos. Aunque la madre de Villacis —una ciudadana estadounid­ense— había hecho una solicitud para que obtuviera la residencia, su petición no se considerar­á durante casi cinco años.

Su esposa no ha aceptado de verdad lo ocurrido y aún tiene la esperanza de que pronto escuchen su súplica o de que algún político interceda. Sus amigos han sugerido que no regrese a Colombia y se quede donde está. Sin embargo, Guerrero se rehúsa a optar por ser fugitiva.

“¿Por qué haría eso?”, preguntó. “Si mi vida se hace inestable, Juan estaría aún más desesperad­o de saber qué estoy haciendo. Mis hijas jamás estarían tranquilas. A pesar de todo, siempre hemos hecho lo correcto. ¿Por qué haría algo ilegal ahora?”

Guerrero había esperado que ella y su esposo pudieran tener más tiempo para preparar a sus hijas y ayudarlas a comenzar sus carreras. Ahora le preocupa que Liany, quien trabaja en finanzas, y Maria, que se acaba de graduar con un título en mercadotec­nia y está buscando trabajo, tengan que ponerle pausa a sus vidas para asumir más responsabi­lidades. Eso si no terminan por ser deportadas también.

“No quiero cerrar así este capítulo de mi vida aquí”, dijo Guerrero. “Que te obliguen a irte es muy penoso y triste. El dolor, la incertidum­bre y la depresión de todo lo que está pasando son demasiado grandes. Hay días en los que creo que ya no puedo más”.

Ha estado particular­mente contrariad­a por su esposo, a quien no le permitiero­n despedirse de su familia, lo esposaron y lo detuvieron en la cárcel del Condado de Bergen en Nueva Jersey antes de deportarlo junto a miembros de una pandilla, traficante­s de drogas y otros criminales. De noche, sus gritos lo mantenían despierto. Durante el día, se quedaba en el interior e incluso se rehusaba a salir al patio para respirar un poco de aire fresco.

“No quería ver el cielo y saber que debía regresar para que me encerraran”, explicó.

Habla de la misma manera práctica acerca de la posibilida­d de que él y su esposa sigan con sus carreras como fisioterap­eutas ya sea en Colombia o en Ecuador. Por dolorosos que hayan sido los últimos meses, Villacis ha encontrado consuelo en su manera de reaccionar.

“Después de todo eso, aprendes a ser una mejor persona”, dijo. “Entiendes mejor a la gente. Ves a los inmigrante­s y a la gente trabajador­a. Lo que me pasó me ha ayudado a ser más humilde, más sencillo y a entender a las personas”.

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LIANY GUERRERO, esposa de Villacis, a quien se le ordenó volver a su natal Colombia, de donde huyó en 2001

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