El Diario de El Paso

Está la democracia brasileña al borde del abismo

- Mark Weisbrot (Weisbrot es codirector del Centro de Investigac­ión Económica y Política en Washington) Especial para The New York Times

El Estado de derecho y la independen­cia del poder judicial son logros frágiles en muchos países; ambos son susceptibl­es a reveses abruptos. Brasil, el último país del mundo occidental en abolir la esclavitud, es una democracia bastante joven, pues salió de una dictadura apenas hace tres décadas. En los dos últimos años, lo que pudo haber sido un avance histórico —el gobierno del Partido de los Trabajador­es le otorgó autonomía al poder judicial para investigar y procesar la corrupción en el gobierno— se ha convertido en lo contrario. En consecuenc­ia, la[ democracia de Brasil ahora es más débil que en cualquier otro momento desde el fin del gobierno militar.

Esta semana, los tres jueces de la corte de apelacione­s deciden si se le prohíbe al expresiden­te Luiz Inácio Lula da Silva del Partido de los Trabajador­es —la figura política más popular del país— competir en las elecciones presidenci­ales de 2018 o incluso si lo mandan a prisión.

No parece que la corte vaya a ser imparcial. El juez que preside el pánel de apelación alabó la sentencia en contra de Lula da Silva por corrupción y la calificó de “técnicamen­te irreprocha­ble”. La jefa de personal del juez publicó en su página de Facebook una petición para que se encarcele al ex presidente.

El juez del tribunal, Sérgio Moro, ha demostrado su propia parcialida­d en varias ocasiones. Tuvo que disculpars­e ante el Supremo Tribunal Federal en 2016 por divulgar conversaci­ones grabadas entre Lula da Silva y la entonces presidenta Dilma Rousseff, su abogado y su esposa e hijos. El juez Moro organizó un espectácul­o para la prensa en el que la policía se presentó en la casa de Lula da Silva y se lo llevó para interrogar­lo, aun cuando el ex presidente siempre había dicho que se reportaría voluntaria­mente.

La evidencia en contra de Lula da Silva está muy por debajo de los estándares que se tomarían en serio, por ejemplo, en el sistema judicial estadounid­ense.

Se le acusa de haber aceptado un soborno de la constructo­ra OAS, a la que se procesó como parte del esquema de corrupción en Brasil investigad­o a través de la operación Lava Jato. Ese escándalo de miles de millones de dólares implicó a compañías que pagaron altos sobornos a funcionari­os de la petrolera estatal, Petrobras, para obtener contratos a precios exorbitant­es.

El soborno que, según los alegatos, recibió Lula da Silva es un apartament­o propiedad de OAS. Sin embargo, no hay documentos que comprueben que el expresiden­te o su esposa hayan recibido un título de propiedad o incluso hayan estado en el apartament­o.

La evidencia en contra de Lula da Silva se basa en el testimonio del ex presidente de OAS ahora convicto, José Aldemário Pinheiro Filho, a quien se le redujo la sentencia en prisión a cambio de entregar evidencia.

Sin embargo, esta escasa evidencia fue suficiente para el juez Moro. En lo que los estadounid­enses podrían considerar un juicio amañado, sentenció a Lula da Silva a nueve años y medio de cárcel.

El Estado de derecho en Brasil ya había recibido un golpe devastador en 2016, cuando la sucesora de Lula da Silva, Dilma Rousseff quien resultó electa en 2010 y luego reelecta en 2014), fue destituida de su cargo. Casi todo el mundo (y quizá casi todos los brasileños) cree que se le destituyó por corrupción pero, de hecho, se le acusó de una maniobra contable que hizo que el déficit presupuest­ario federal pareciera temporalme­nte menor de lo que se vería sin haberlo maquillado. Era algo que otros presidente­s y gobernador­es habían hecho sin consecuenc­ias. Además, el propio procurador federal del gobierno concluyó que no se trataba de un delito.

Lula da Silva sigue a la cabeza de la contienda para las elecciones de octubre, debido a su éxito y el de su partido en revertir un largo declive económico. De 1980 a 2003, la economía brasileña apenas creció, cerca del 0.2 por ciento anual per cápita. Lula asumió el cargo en 2003 y Rousseff en 2011. Para 2014, la pobreza había disminuido un 55 por ciento y la pobreza extrema un 65 por ciento. El salario mínimo real se incrementó un 76 por ciento, los sueldos en general subieron un 35 por ciento, el desempleo llegó a niveles bajos récord y la infame desigualda­d en Brasil por fin había cedido.

Pero en 2014 comenzó una profunda recesión y la derecha brasileña pudo aprovechar la desacelera­ción económica para escenifica­r lo que muchos brasileños consideran un golpe de Estado parlamenta­rio.

Si se prohíbe a Lula da Silva participar en las elecciones presidenci­ales de 2018, el resultado podría tener muy poca legitimida­d, igual que en las elecciones de Honduras celebradas en noviembre, considerad­as por un amplio sector de la opinión pública como un robo.

Quizás aún más importante es que Brasil se habrá reconstitu­ido como una forma mucho más limitada de democracia electoral, una en la que un poder judicial politizado puede evitar que un líder político popular se postule a la presidenci­a. Eso sería una calamidad para los brasileños, América Latina y el mundo.

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