Trump, el fallido ‘Luis XIV’ de EU
“ El Estado soy yo”, declaró alguna vez el monarca francés Luis XIV. Él pudo decir eso porque fue un monarca absoluto, su palabra era la ley, y servir a Francia significaba ser leal a Luis.
Un sistema como ese tenía ventajas evidentes: no había ninguna ambigüedad sobre dónde estaba la autoridad, no se perdía tiempo en debates legislativos, no había necesidad de improvisar coaliciones para gobernar. Sin embargo, la Francia de Luis —el Estado más poderoso de Europa en ese entonces— quedó paralizada al enfrentarse a Inglaterra y a los Países Bajos en una guerra. Luis y sus vasallos fueron superados por una monarquía supervisada por el Parlamento y un país pequeño pero con mucho orden y propósito.
En las guerras anglo-francesas posteriores, Francia se llevó la peor parte, mientras se sumergía en una crisis fiscal cada vez más profunda.
¿Por qué la monarquía absoluta fue más débil que los gobiernos republicanos? Por el centralismo social y la arbitrariedad de una sola persona. Aunque nadie cuestionaba al rey, éste siempre cambiaba de opinión. No fue casualidad que Francia incumpliera los pagos de su deuda en repetidas ocasiones, mientras que Inglaterra, cuyo monarca contaba con restricciones efectivas del Parlamento, nunca lo hizo. En consecuencia, Inglaterra tuvo acceso a préstamos en tiempos de guerra y pagó tasas de interés mucho más bajas que Francia.
Esto nos lleva a Donald Trump, un hombre que siente un desprecio evidente por el Estado de derecho y que — al igual que Luis XIV — no ve distinción alguna entre la lealtad a la nación y la lealtad a su persona.
La noche del viernes, sucedió algo sin precedentes: la administración de Estados Unidos se cerró por tres días, a pesar que el mismo partido controla el congreso y la Casa Blanca. ¿Por qué? Porque tratándose de Trump una negociación solo son palabras de las cuales se desdice horas después.
Hace dos semanas, Trump declaró que si el congreso diseñaba un plan que protegiera a los "dreamers" —los inmigrantes sin documentos traídos al país en la infancia— y al mismo tiempo mejorara la seguridad fronteriza, lo firmaría. Dos días después, un grupo bipartidista de senadores le llevó un plan que hacía justamente eso. No solo lo rechazó, sino que en su diatriba llamó a algunas naciones expulsoras de inmigrantes "países de mierda".
El viernes, Chuck Schumer, el líder demócrata del Senado, logró un acuerdo en el corto plazo con Trump, solo para ver cómo el presidente se desdecía horas después. Trabajar con Trump es como “negociar con una gelatina”, dijo Schumer furioso.
Finalmente, los demócratas acordaron el lunes una extensión de tres semanas del financiamiento a cambio de una promesa de Mitch McConnell, el líder de la mayoría en el Senado, de someter a votación la legislación migratoria. De no ocurrir tal voto para legalizar a los "dreamers", el gobierno nuevamente dejará de operar el 8 de febrero. ¿Alquien quiere apostar qué va a pasar?
En resumen, el gobierno de la nación más poderosa del mundo está dando tumbos de una crisis a otra porque su líder no es de fiar. ¿Y qué esperaban? Toda la carrera empresarial de Trump ha sido una serie de traiciones para su beneficio propio o el agrandamiento de su ego. El "maestro" del arte de la negociación siempre le ha dado la espalda a sus socios cuando los negocios salen mal.
Quizás eso no afectaba al estadounidense promedio hace un año, pero hoy, las consecuencias de que Trump presida la Casa Blanca y el país y no cumpla su palabra son estremecedoras. ¿A quiénes podremos contar entre nuestros fieles aliados cuando ningún país sabe si Estados Unidos lo respaldará en caso de que necesite ayuda?
Por lo menos hasta ahora los mercados financieros lo han ignorado. Pero, ¿qué va a pasar con la economía nacional si algo sale mal y necesitan que el gobierno federal actúe decisivamente? La falta de fiabilidad de Trump es un gran problema, por encima y más allá de la sustancia de sus políticas.
Pero este es Estados Unidos y no la Francia de Luis XIV. Aunque los instintos de Trump son claramente autocráticos, la Constitución no lo pone por encima de la ley. El Congreso tiene el poder de limitar sus acciones, obligarlo a honrar sus promesas. Su capacidad de seguir traicionando a aquellos que confían en él depende por completo de la disposición de los líderes republicanos en el Congreso a seguirle la corriente.
Hasta el momento, lo han dejado actuar con impunidad, y todo el mundo ha sido testigo de los resultados.