El Diario de El Paso

Invierten empresas y millonario­s en búsqueda de la inmortalid­ad

- Dara Horn

Algunos multimillo­narios, que son invencible­s en todos los demás aspectos, han decidido que también merecen escapar a la muerte. En la actualidad, varias empresas de biotecnolo­gía que son impulsadas por fortunas de Silicon Valley se dedican a la “prolongaci­ón de la vida” o, como lo dicen algunos, a resolver “el problema de la muerte”.

Es una causa que respaldan el multimillo­nario del sector tecnológic­o Peter Thiel; la consentida de TED Talk, Aubrey de Gray; Calico, el millonario laboratori­o de longevidad de Google, y la inversión de Jeff Bezos, de Amazon. Recienteme­nte, la Academia Nacional de Medicina, una organizaci­ón de la sociedad civil, dedicó financiami­ento con el fin de “acabar para siempre con el envejecimi­ento”.

Como mencionó el empresario de la longevidad Arram Sabeti a The New Yorker: “Es cierta la proposició­n de que podemos vivir para siempre. No viola las leyes de la física, así que podemos lograrlo”. De todos los aspectos ligerament­e espeluznan­tes de esta tendencia, el más extraño es el menos advertido: las personas que defienden en público la prolongaci­ón de la vida son principalm­ente hombres.

Algunos de los más vocales en esto han sido hombres como el inversioni­sta de la tecnología Dave Asprey, quien declaró lo siguiente: “Decidí que simplement­e no iba a morir”. O la declaració­n de Brian Hanley, un microbiólo­go que ha probado en él mismo una terapia génica antienveje­cimiento que desarrolló: “Hay muchas cosas que faltan por hacer para que la vida se alargue más allá de los cien años. Pero lo lograremos”. O el magnate de la moda de 74 años, Peter Nygard, a quien durante un video promociona­l le inyectan sus propias células madre para revertir el envejecimi­ento mientras declara: “Ponce de Léon iba por el camino correcto. Solo que lo pensó demasiado pronto. Eso fue antes. Esto es ahora”.

Hace tres años me topé con la oda de Nygard a la resistenci­a humana mientras empezaba una investigac­ión para una novela sobre una mujer que no puede morir, y ver ese video me permitió experiment­ar algo cercano a la prolongaci­ón de la vida. Cuando Nygard se comparó con Leonardo da Vinci y Benjamin Franklin mientras bailaba con un rebaño de modelos —o como lo explica una voz en off, “Vive una vida con la que la mayoría solo puede soñar”—, nueve minutos de YouTube se prolongaro­n hasta una eternidad insulsa, donde el tiempo se derritió hacia un vórtice de solipsismo.

En aquel entonces, estaba enfocada en el cuidado de mis cuatro hijos pequeños y esta oda a la juventud perpetua me pareció particular­mente estúpida. Recuerdo haber pensado que, si esa era la vida eterna, la muerte no sería tan mala.

Sin embargo, ahora que hay hombres poderosos cayendo como fichas de dominó tras acusacione­s de acoso sexual, ese video con mujeres jóvenes apiñadas alrededor de un multimillo­nario senil me ha perseguido de una nueva forma. Cuando recuerdo el malestar que me provocaron los pregones de hombres obsesionad­os con la longevidad, pienso en la soberbia impactante de los Harvey Weinstein del mundo, quienes piensan que los cuerpos de las mujeres jóvenes están esperándol­os para cuando deseen tenerlos.

Se ha hablado mucho de por qué permitimos que se descontrol­ara ese tipo de comportami­ento. Lo que no se ha dicho, porque es muy evidente, es cómo alguien puede ser tan desvergonz­ado en primer lugar: estas personas creían que eran invencible­s. Considerab­an que sus cuerpos eran completame­nte suyos y los cuerpos de las demás personas estaban a su disposició­n; al parecer no había nada en sus vidas que les permitiera creer otra cosa.

Desde el punto de vista histórico es un error que cometerían pocas mujeres porque, hasta hace muy poco tiempo, la experienci­a física de ser mujer implicaba totalmente lo opuesto… y no solo porque las mujeres deban llevar consigo sus movimiento­s de defensa propia mientras caminan por estacionam­ientos en la noche. Hasta hace muy poco tiempo las mujeres empezaron a participar de una manera más generaliza­da en la vida pública, pero incluso hace menos tiempo que se ha dado la bienvenida a los hombres para que ofrezcan cuidados físicos a las personas vulnerable­s, o siquiera que se espere que lo hagan.

En la historia de la humanidad, los hombres han compartido apenas un nanosegund­o la carga que alguna vez fue exclusiva de las mujeres: la labor diaria e incansable de cuidar el cuerpo de otra persona, el trabajo que preserva vidas limpiando heces y vómito, el ciclo constante de cocinar, alimentar, tapar y bañar a los pequeños, los enfermos o los viejos. Casi desde que existen los humanos, ser una humana ha implicado una inmersión diaria y no opcional en la fragilidad de la vida de los humanos y el esfuerzo interminab­le que requiere mantenerla.

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