Apaciguando a los dioses del gatillo
– Durante su campaña, Donald Trump solía presumir de sus habilidades como negociante.
Durante sus conversaciones, se atrevía a decir que, como presidente, sería capaz de dar solución a dos de los dilemas más trágicos y controvertidos: lograr la paz en el Medio Oriente y llegar a un acuerdo sensato en el tema de las armas.
Dijo que se subiría a su limusina para ir a las oficinas centrales de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por su sigla en inglés) en los suburbios de Virginia y que se quedaría el tiempo necesario para llegar a un acuerdo pues, según señalaba, había puntos en los que podían coincidir ambos lados del debate.
Incluso si Trump tuvo alguna vez aptitudes para negociar –sus biógrafos dicen que rara vez fue así—, hemos visto cómo se evaporan sus aspiraciones para alcanzar el “arte de la negociación” en una nube de ensimismamiento, conforme las escenas de caos legislativo se descubren una después de otra.
Trump escribió en su libro del año 2000, “The America We Deserve”, que estaba a favor de prohibir las armas de asalto y “de establecer un periodo de espera un poco más largo para poder comprar un arma”, pero luego la NRA gastó más de 30 millones en su campaña presidencial. Entonces, todas sus posturas moderadas previas se marchitaron mientras seguía servilmente el dinero y la aprobación de los cimientos de su base de simpatizantes.
“Estuvieron ahí para mí y yo estaré aquí para ustedes”, le dijo a la NRA después de la elección, muy a la manera de Charlton Heston.
Después de que 49 personas fueron asesinadas en un club nocturno en Orlando en junio de 2016, sugirió que podría haber sido “un muy hermoso espectáculo” si más gente en el club hubiera estado armada e hubiera hecho “boom” contra el “maniaco” que les estaba disparando.
Fue una frase muy violenta, incluso para la NRA.
“No creo que deba haber armas donde la gente está bebiendo”, respondió el director ejecutivo de la NRA, Wayne LaPierre.
La balacera de Orlando también confirmó que Trump, inmaduro y falto de empatía, no sería un sanador paternal para el país, pues tuiteó una autofelicitación por predecir que el tirador tendría vínculos con el terrorismo, en lugar de ofrecer palabras de consuelo a las familias y amigos de las víctimas, así como a los conmocionados estadounidenses.
El año pasado, a pocas semanas de haber tomado posesión, Trump firmó una ley que eliminaba una norma que hacía más difícil que la gente con problemas mentales comprara un arma. Además, un día después del tiroteo del miércoles en Parkland, Florida, perpetrado por un adolescente trastornado con un AR-15 con el que mató a 14 niños y tres adultos que trataban de proteger a los estudiantes, el presidente fue incapaz incluso de musitar la palabra “arma” (aun cuando su periódico favorito, el New York Post de Rupert Murdoch, desplegó el siguiente encabezado: “SEÑOR PRESIDENTE, POR FAVOR, HAGA ALGO”).
Comencé a cubrir las noticias sobre control de armas desde 1989, cuando el gobierno de Bush prohibió la importación de la mayoría de los rifles semiautomáticos y el escepticismo crecía ante el mantra de la NRA de que todos deberíamos poder comprar cualquier cosa con gatillo.
En una entrevista en la oficina central de la NRA —que expone con orgullo una réplica de la pistola que se usó para asesinar a Lincoln—, LaPierre explicó que las ametralladoras AK semiautomáticas solamente eran armas más feas para cazar y que él sabía cómo resistir durante los periodos de “histeria” después de los tiroteos. Escribí sobre los funerales desgarradores después de la masacre en 2012 de los “hermosos bebés”, como los nombró Joe Biden, de la escuela primaria Sandy Hook. Describí a Chris Murphy, el admirable joven senador de Connecticut que no tardó en enfrentar a las marionetas republicanas de la NRA en el Congreso. Escribí con enojo sobre el fracaso del presidente Barack Obama para emular a Lyndon B. Johnson y forzar una ley de control de armas después de Sandy Hook, a pesar de tener al 90 por ciento de los estadounidenses de su lado y un senado demócrata.
Después me rendí. Si la visión de ángeles masacrados no pudo hacer mella en la consciencia nacional, ¿qué podría lograrlo? Sabíamos que otros países fueron capaces de cortar de raíz las masacres en masa, los homicidios y los suicidios con el control y la recompra de armas. Pero no nos importó.
Con la angustia constante por nuestra identidad nacional —si ya no somos John Wayne, ¿quiénes somos?—, se ha hecho un terrible juicio tácito: Estados Unidos aceptaría hacer sacrificios humanos periódicos a los dioses del gatillo con el fin de defender la extraña idea de que no se viole ni se vea realmente amenazada la Segunda Enmienda. No podemos ni siquiera invocar la fuerza para romper el poder absoluto que la NRA tiene sobre los republicanos en el Congreso.
Desde Newtown, ha habido más de mil 600 tiroteos masivos. Cada vez, la indignación y el enojo parecen diluirse más rápido.
Cuando las sociedades tratan de proteger un statu quo malévolo, se deforman. La señal más estremecedora de esto es cuando la gente aparta la mirada al ver cómo se convierten en presa los miembros más vulnerables de nuestra sociedad.
Sucedió en la Iglesia católica, cuando los curas que abusaban de niños fueron protegidos y reasignados a otras parroquias, donde podían continuar con sus crímenes. La comunidad encogió los hombros. Los niños eran un daño colateral.
Sucedió en Hollywood, cuando todo el mundo sabía del depredador Harvey Weinstein y aun así dejaban que entraran a sus oficinas infernales lindas jóvenes, frágiles como gardenias en ese momento pues pensaban que el productor podría hacer realidad sus sueños. La comunidad encogió los hombros. Las mujeres jóvenes eran un daño colateral.
Ahora los niños en este país van a la escuela todos los días con la certeza de que no están seguros, de que un depredador enloquecido puede aparecer en cualquier momento con un rifle de asalto y matarlos. Estados Unidos encoge los hombros. Nuestros niños son un daño colateral.
El movimiento #YoTambién demostró que las telarañas que protegen a los predadores pueden romperse en un instante, que las cosas innombrables que se han tolerado por décadas pueden de pronto considerarse intolerables.
Estados Unidos agoniza perturbado y ansioso, mientras redefinimos nuestros valores y nuestro futuro. Sin embargo, no es necesario hacer una introspección para saber que tratar a nuestros niños como daño colateral es inadmisible.