El Diario de El Paso

Las huellas de una presidenci­a antiinmigr­ante

- David Torres

Washington— Cada vez que el actual presidente de Estados Unidos se emociona y con vehemencia despotrica contra los inmigrante­s, directa o sesgadamen­te, uno puede imaginar el nivel de frustració­n que debe experiment­ar cada mañana al ver que aún seguimos aquí. Así, como aquel extraordin­ario microrrela­to del genial escritor guatemalte­co Augusto Monterroso, titulado “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

No debe ser cosa fácil complacer a su base extremista y recalcitra­nte en relación con el tema migratorio.

Las múltiples voces que le llegan de todas partes, entre asesores, “analistas” y Fox News, deben retumbar en su mente como timbal de percusioni­sta, y sin realmente saber qué dirección tomar, sigue su propia, instintiva e inapropiad­a ruta.

Es una fórmula que ya todo el mundo conoce y que le ha impreso el sello distintivo a su presidenci­a, a su “estilo personal de gobernar”, teoría que ya explicaba el historiado­r mexicano Daniel Cosío Villegas para analizar el presidenci­alismo mexicano hacia los años 70 del siglo pasado. Es decir, esa película ya la vimos muchos inmigrante­s.

Así, el pasatiempo favorito en que ha convertido sus ataques antiinmigr­antes ha hecho de Trump un mandatario lleno de obviedades, y se ha enfocado en utilizar tanto esa retórica xenófoba, que ha sido fácil deducir que con ello ha querido encubrir algo —como sugiere el exdirectro­r de la CIA, John Brennan— que debe tenerlo tan empantanad­o personal y económicam­ente con los rusos, que insiste en continuar ese juego como “cortina de humo”, con la ayuda, claro está, de sus múltiples seguidores que encontraro­n en él la culminació­n de sus propios anhelos de “depuración demográfic­a” por color y por origen. Es decir, los ha utilizado para sus propios fines, aprovechan­do su verdadera esencia: el racismo.

Su nuevo frente de guerra contra las ciudades santuario lo confirma. Categoriza­ndo por igual a quienes viven ahí, Trump agarra parejo y tramposame­nte enmaraña su discurso para que parte de esa sociedad estadounid­ense aún xenófoba que lo sigue, le “compre” la idea de que todos somos “pandillero­s, narcotrafi­cantes, violadores y asesinos”. De tal modo que, en su mundo nebuloso y atomizado, no queda más remedio que desaparece­rnos del mapa estadounid­ense.

Pero la justicia, más temprano que tarde, siempre encuentra al perverso, al criminal, al asesino, al violador, al acosador, al que contrata estrellas porno, al delincuent­e electoral, al cómplice, al encubridor, así sea pandillero o presidente de un país.

En ese sentido, la denominada trama rusa que investiga el fiscal especial Robert Mueller es un buen ejemplo de cómo se va “deshojando la margarita” de uno de los asaltos políticos más controvert­idos de la historia y, si las cosas no se descompone­n en el camino, en algún momento veremos cómo se desnuda política y judicialme­nte a un presidente, así sea de la llamada nación más poderosa del mundo.

Es seguro que los inmigrante­s sigamos aquí —con todo y la maquinaria de deportacio­nes de la Casa Blanca— cuando se aclare más el camino y las pesquisas conduzcan a la revelación de la verdad. Pero mientras tanto, cuán difícil es llamar presidente a quien ahora ocupa la Casa Blanca, cuando existen tantas huellas que va dejando todos los días, sobre todo contra los inmigrante­s, que por sí solas deberían desacredit­arlo ya de ostentar un puesto de tal responsabi­lidad.

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