El Diario de El Paso

Vientos de cambio en Nicaragua

- Andrés Oppenheime­r

Miami— Los trágicos acontecimi­entos de Nicaragua, que provocaron la muerte de hasta 30 personas en las protestas antigubern­amentales los últimos días, deberían convertirs­e en un caso de estudio en todas las universida­des latinoamer­icanas de lo que sucede cuando la comunidad empresaria­l de un país decide hacerse amiga de un dictador: la cosa invariable­mente termina mal.

Eso es exactament­e lo que pasó en Nicaragua desde 2006, cuando el presidente Daniel Ortega ganó las elecciones y, siguiendo el manual chavista, comenzó a socavar las institucio­nes: se adueñó de la Corte Suprema, prohibió los principale­s partidos opositores, cambió las reglas para permitir su reelección indefinida y convirtió al país en un feudo familiar.

En una sucesión en cámara lenta de medidas anticonsti­tucionales que terminaron con la democracia sin atraer mucha atención internacio­nal, Ortega y la vicepresid­enta Rosario Murillo, su esposa, han terminado dirigiendo el país a su antojo. Son viejos revolucion­arios sandinista­s que se aferran a una retórica izquierdis­ta radical, pero que –hasta ahora– han gobernado en una dulce armonía con la mayoría de los líderes empresaria­les del país.

Su dictadura familiar respaldada por Venezuela es muy similar a la del fallecido dictador Anastasio Somoza, apoyado por Estados Unidos, en las décadas de 1960 y 1970. No es casual que los estudiante­s que protestaba­n en las calles esta semana corearan: “¡Ortega, Somoza, son la misma cosa!”.

Para mi sorpresa y repulsión, más de un empresario nicaragüen­ses me ha dicho algo en privado en los últimos años: “Ortega es el mejor presidente que tuvimos”. Sus explicacio­nes invariable­mente eran que Ortega permitía a los empresario­s hacer lo que quisieran, siempre y cuando no interfirie­ran con sus planes de acaparar cada vez más poderes.

En virtud de un acuerdo tácito entre la Administra­ción de Ortega y las cúpulas empresaria­les de la COSEP y otras entidades, los dirigentes eran invitados periódicam­ente al palacio de Gobierno para ayudar a redactar leyes que afectaban sus negocios, que luego eran aprobadas por el Congreso.

Carlos Fernando Chamorro, el valiente editor del sitio web nicaragüen­se Confidenci­al.com.ni, me respondió con suma franqueza cuando le pregunté esta semana si la comunidad empresaria­l no tiene parte de la culpa de la erosión de la democracia en su país.

“El sector privado le ha brindado legitimida­d a un régimen autoritari­o que desmanteló todas las institucio­nes democrátic­as del país e ilegalizó a la oposición”, me dijo Chamorro. “Y la comunidad empresaria­l lo hizo a cambio de una alianza económica que estabilizó el país, pero bajo un esquema que no tenía transparen­cia, bajo el cual obtuvieron ventajas muchos grupos empresaria­les”.

Chamorro agregó que no hay nada de malo en que el Gobierno y los empresario­s dialoguen. Lo cuestionab­le, dijo, es que fue un diálogo que excluyó a los demás sectores de la sociedad.

Afortunada­mente, el COSEP y otras cámaras empresaria­les parecen haber aprendido de su error. Tras la brutal represión gubernamen­tal de las protestas estudianti­les, el COSEP convocó a una manifestac­ión pacífica a nivel nacional el lunes en solidarida­d con los estudiante­s, culpó al Gobierno por las reformas de la Seguridad Social que desencaden­aron las protestas, y pidió un “diálogo inclusivo” liderado por la Conferenci­a Episcopal.

Según Chamorro, “ese es un cambio muy importante... No hay duda de que la alianza gobierno-empresas se ha derrumbado”.

Eso es importante para Nicaragua y para otros países que potencialm­ente podrían enfrentar líderes autoritari­os. Estoy pensando en México, por ejemplo, si el candidato izquierdis­ta Andrés Manuel López Obrador ganara las elecciones del 1 de julio y desatara sus impulsos populistas–autoritari­os, o en Brasil, si el candidato derechista Jair Bolsonaro ganara el 7 de octubre y sucumbiera a las tentacione­s autoritari­as.

Hemos visto esta película muchas veces. Todavía recuerdo a varios líderes empresaria­les venezolano­s, e incluso algunos diplomátic­os estadounid­enses, que defendían al presidente Hugo Chávez cuando subió al poder en 1999 sin haber jamás pedido perdón por su intentona golpista de algunos años antes. Lo único que parecía importarle­s era que protegiera sus intereses.

Casi siempre en estos casos, la comunidad empresaria­l disfruta de una breve luna de miel con estos líderes, pero sus países pagan un alto costo a largo plazo. La actual rebelión popular de Nicaragua debería ser un recordator­io para los líderes empresaria­les en toda América Latina de que no hay tal cosa como un dictador bueno.

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