La ‘víctima’ que más gimotea en Estados Unidos
Nueva York— En la actualidad, Donald Trump es el rey de las víctimas en Estados Unidos.
No deja de ser lastimado, herido, agraviado.
Las primarias fueron injustas. Los debates fueron injustos. Las elecciones generales fueron injustas.
“No ha habido ningún político en la historia —y lo digo con una gran certeza— que haya sido tratado peor o de manera más injusta”, se lamenta.
La gente se niega a dejar atrás sus fallas —¡las cuales son incalculables!— y darle una palmada en la espalda. La gente se niega a alabar su mínimo esfuerzo y su mínima eficacia. Se niegan a ignorar que la leyenda que creó sobre sí mismo es una mentira. La insistencia de la gente por querer saber la verdad y valorar la honestidad es muy molesta. Todo esto es terriblemente injusto.
En este estado de agravio perpetuo casi perfecto, Trump le da voz a una facción de Estados Unidos que también se siente agraviada. Trump ganó porque gimotea y lo hace de una manera tal que los débiles se sienten menos vulnerables y más violentos. Hace que parezca que compadecerse de sí mismo equivale a oponer resistencia.
De este modo, Trump se convirtió en el reflejo perfecto de la nueva “derecha gimoteadora”. Trump es su instrumento, su articulación, su encarnación. Más que ser el representante de la nueva derecha, es el representante de una idea: del declive del poder de los hombres blancos, del privilegio, del patriarcado, del acceso, y de la certeza cultural y económica que suele corresponder a los poseedores de este poder menguante. Trump representa su estatus emergente de “víctimas en sus propias mentes”.
Desde su punto de vista, son víctimas de los liberales tanto de las urbes como de las costas estadounidenses, pero también de las instituciones de élite —económicas, educativas y de entretenimiento— que se agrupan en estas zonas.
Son víctimas de una economía que evoluciona de formas, tanto técnicas como geográficas, que los deja fuera o los deja atrás. Son víctimas de la inmigración y del giro demográfico en Estados Unidos. Son víctimas de las costumbres culturales cambiantes. Son víctimas de Washington.
No hay nadie que hable mejor de estas inseguridades que la mismísima manifestación humana de la inseguridad: Donald Trump.
Donald Trump es su estertor: ese sonido inquietante que produce el cuerpo cuando se acerca la muerte.
Sin embargo, el gimoteo de Trump no es una brillante táctica maquiavélica que se mejoró con precisión para estos tiempos. El gimoteo de Trump es genuino. El presidente pretende ser feroz, pero en realidad es vergonzosamente frágil. Su bravuconería es una ilusión total. Este león es un cobarde, y se lame las heridas hasta que están en carne viva.
Ahora bien, si en este hombre vacío vertemos el nacionalismo apocalíptico y tóxico de Steve Bannon, junto con su misión declarada —“deconstruir el Estado administrativo”—, tendremos una tormenta perfecta de ortodoxia e inseguridad extremas.
Trump se vuelve una herramienta de aquellos que poseen un legado de poder en Estados Unidos —y de aquellos que creen que el poder es su herencia legítima—, quienes están usando todas las influencias posibles para consagrar y cimentar ese poder: la supresión del voto, la restricción de los inmigrantes, el freno a la inclusión cultural.
Que Estados Unidos sea grande otra vez: volvamos a una época en que los privilegios de los blancos eran supremos e irrefutables, la misoginia era simplemente percibida como una extensión de la masculinidad, las mujeres abortaban de forma clandestina y trabajaban por salarios parciales, el carbón era el rey y el calentamiento global era estrictamente académico, y las personas transgénero no tenían acceso a nuestros baños o barracas. Qué buena época.
En la actualidad, el poder de la presidencia está centrado en cumplir este objetivo. Lo único que detiene una calamidad absoluta es el hecho de que Trump carece de enfoque y detesta trabajar.
Me enteré de que la pereza es prima hermana de la búsqueda de excusas. Como lo señala la portada de Newsweek esta semana, es un “chico flojo”.
Se podrá mantener ocupado con cosas que él considera trabajo, pero creo que su definición de esa palabra y la mía no concuerdan. Hacer pataletas en Twitter, ver la televisión de manera obsesiva, hacer mítines que parecen de campaña electoral para alimentar su necesidad narcisista de adulación. Para mí, todo lo anterior no es una señal de capacidad, sino más bien de una neurosis profunda. La productividad verdadera deja muy poco espacio para protestas extremas.
Además, no sólo es un gimoteador holgazán, sino que también es un proyeccionista: está tan consumido por sus inseguridades que las proyecta a los demás. Trump tachó de mentiroso a Ted Cruz, cuando él no sería capaz de reconocer la verdad ni aunque lo golpeara en el rostro.
Vociferó que Hillary Clinton era deshonesta, cuando él mismo lo es. Se burló de la ética laboral del presidente Obama —entre otras cosas—, pero la ética laboral de Trump ha mostrado una deficiencia profunda.
En 2015, Trump señaló: “Rara vez me ausentaría de la Casa Blanca porque hay mucho trabajo por hacer”. Y continuó: “No sería un presidente que tome vacaciones. No sería un presidente que se tome tiempo libre”. Mentiras. Trump ha pasado una cantidad indecorosa de tiempo libre fuera de la Casa Blanca, jugando golf, y en este preciso momento está disfrutando de unas vacaciones de 17 días.
Trump es como el cónyuge infiel que acusa de manera constante al otro de serlo, porque la culpa de sus pecados ha secuestrado su pensamiento y consumido su consciencia. Las fallas que observa son las que posee.
Proyectar la corrupción, hacerse la víctima y quejarse sobre privilegios que están desapareciendo son estrategias que hacen de Trump un líder ideal para el tipo de ansiedad cultural, desesperación e indignación que se disfraza de debate benigno sobre políticas públicas.