El G-6 y Trump
Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Japón formaron el Grupo de los Siete como una especie de conclave regular entre las democracias líderes del mundo hace 40 años, durante la Guerra Fría. Su enfoque inicial era económico, para evitar precisamente el tipo de problemas comerciales que el presidente Donald Trump está ahora avivando debido a las crecientes divisiones políticas que podrían poner en peligro a la solidaridad que se instauró para hacerle frente a lo que entonces era la amenaza soviética. En el mundo de la post-Guerra Fría, el G-7 se transformó en una institución expresiva de la determinación de Occidente para perpetuar los valores —mercados libres, gobierno representativo, el estado de derecho— que sus miembros consideran haber sido vindicados por el colapso del imperio soviético.
Ante esto nos damos cuenta que la decisión de Trump, de sembrar la discordia dentro del G-7 —para antagonizar a los aliados más cercanos de Estados Unidos— es más que una pueril rabieta o una jugada para llamar la atención. Es el intento por socavar dichos valores que el G-7 ha querido resguardar. No sólo los aliados, sino los estadounidenses, también, deben aceptar el hecho de que el ostensible líder del mundo libre quizás no crea en verdad en ese mundo libre ni en querer dirigirlo.
Trump se unió a los otros líderes del G-7 en una cumbre en Canadá en su camino para reunirse con el dictador de Corea del Norte. Es un momento en el que un líder racional estadounidense reconocería lo beneficioso que es contar con aliados de su lado. Cada problema diplomático se puede manejar con mayor facilidad con un poco de ayuda de nuestros amigos, y el problema de convencer a Kim Jong Un de desnuclearizar a Corea del Norte es uno de los más difíciles.
Sin embargo, Trump escogió precisamente este momento para apabullar a otras democracias, en torno a lo que son, en el gran esquema de las cosas, insignificantes problemas comerciales. Otros presidentes han entendido que Estados Unidos se ha beneficiado, desproporcionalmente, de un sistema en el que ayuda mucho mantener la paz sin quedarse con cuantas indescifrables en su registro financiero nacional. Trump ve su deber como la expedición de exigencias mal definidas de “imparcialidad” hechas a países que, si así lo quisieren, podrían enumerar sus propias listas de prácticas económicas estadounidenses que no satisfacen a cada una de sus circunscripciones domésticas electorales. El punto de discrepancia de Trump, la verdaderamente imprudente y proteccionista política de Canadá de “administración de suplementos” lácteos, ilustra dicho punto, ya que Estados Unidos también cuenta con elaborados programas para apoyar a sus productores lecheros, proteger a los agricultores azucareros, entre otros.
Mientras tanto, Trump se mantiene infatigablemente conciliatorio con Rusia, país al que propuso que fuera readmitido al G-7. Esto es consistente con su admiración por aquellos líderes fuertes y con su transaccional noción amoral de relaciones con otros países, pero esto contradeciría las sanciones que los países de Occidente, incluyendo Estados Unidos, han impuesto por el intento desmesurado de asesinato en Gran Bretaña. Y recompensaría a Moscú aun cuando su interferencia en las elecciones del 2016 sigue sin resolverse.
“Tenemos un mundo que dirigir” fue la justificación de Trump —la cual resultará ser una sorpresa para los países que no han acorado ser “dirigidos” por él, ni por Rusia, ni siquiera por otros miembros del G-7. Si a Estados Unidos, en asociación con otras naciones colegas, le toca dirigir, eso impone una responsabilidad para hacer tal cosa de una manera mucho más amplia que en sólo ver por sus propios y estrechos intereses.